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Tobías era uno de los inmigrantes venidos de Polonia que como casi todos los demás no tenía familia en el pueblo. Un primo suyo llegado al país junto con él eligió otra colonización para asentarse, y con ello se interrumpió el contacto, salvo cartas de felicitación en ocasión de alguna fiesta, o invitaciones para casamientos.
Tobías trabajaba todos los veranos en la trilla; conocía los trabajos del campo y tenía experiencia para cerrar bolsas de arpillera llenas de trigo. Las cosía ordenadamente dejando en cada extremo una oreja, que era elemento de apoyo; los cargadores tomaban cada oreja fuertemente con las manos, y con la fuerza de los brazos y de las piernas se ayudaban para cargar las bolsas sobre los hombros. Al finalizar la temporada, Tobías se empleaba en las cuadrillas como changarín, (*) cargando bolsas en los vagones del ferrocarril.
Un día, mientras preparaba las trilladoras para el trabajo, un caballo le dio una patada, fracturándole una pierna. Lo llevaron inmediatamente al pueblo a una persona que entendía de huesos, quien decidió ponerle un yeso alrededor de la parte quebrada. Tobías debió permanecer acostado o sentado sin poder apoyar el pie durante más de dos meses, esperando que la fractura se uniera.
Terminado el plazo y sacado el yeso, al tener las dos piernas libres comprobó que no podía apoyar la que había recibido el tratamiento, a causa del dolor; el hombre le aconsejó caminar un poco cada día para acostumbrarse a la nueva situación, hasta que se estiraran los músculos. Transcurridos varios meses tuvo una pequeña mejoría; podía caminar trechos cortos pero estaba sentenciado a quedar rengo y a sufrir constantes dolores, ya fuera al apoyar la pierna o en horas de descanso.
Se limitó a trabajar en pequeñas tareas para mantenerse; compró una vieja bicicleta con un pequeño porta equipajes, y así se movilizó por el pueblo. El pequeño rodado no estaba en muy buenas condiciones; tenía algunas partes desgastadas y sufría roturas a menudo. En el pueblo había una sola persona que se dedicaba a reparar bicicletas y Tobías debía caminar cuatro o cinco cuadras hasta el taller arrastrando la suya. El bicicletero era José, un haragán; cada vez que alguien llegaba lo encontraba descansando; tomaba semanas hasta que terminaba un pequeño arreglo, y todo lo hacía como un favor, sin considerar que cobraba por hacerlo.
– Te traigo la bicicleta – dijo Tobías – la cadena se sale y a veces las ruedas se ponen pesadas. Por favor, arreglala rápido.
– No hay problema; dejala y vení a buscarla mañana a la tarde porque ahora estoy muy ocupado – dijo el hombre y entró en la casa. Tebie se fue caminando a "duras penas".
Al otro día, a paso lento, llegó renqueando al taller de bicicletas – ¿está lista? – Preguntó.
– No me salió trabajar; vení la semana que viene para ver si está – Tobías tuvo vergüenza para protestar y calló. Una semana completa estuvo confinado dentro de su casa porque el dolor de piernas no le permitía caminar, y pidió a una vecina que le hiciera las compras.
Nuevamente preguntó a José por la bicicleta – ¿ya la puedo llevar? – El otro lo miró con extrañeza y enojo.
– ¿Qué te pasa? ¡Qué cargoso estás! ¿No tenés paciencia? No me pongas mala cara. Te estoy haciendo un favor y vos me lo pagás haciendo gestos.
- Por lo menos decime cuando va a estar – imploró Tobías – el bicicletero no tenía paciencia para escuchar. Se dio vuelta y entró a la casa. Tobías golpeó a la puerta.
- ¿Podés decirme cuando puedo venir, así no camino dos veces? Cada caminata es un sufrimiento para mí – dijo el pobre rengo.
No te prometo; no me gusta prometer. Vení cuando quieras – cerró la puerta. Llovía torrencialmente el día que volvió por la bicicleta, cosa muy rara en esa zona de sequías. En mitad del camino a lo de José, un chaparrón sorprendió a Tobías, que llegó empapado – ¿la reparaste? – Preguntó.
– No. Está ahí desarmada – contestó José – te estás poniendo pesado; no me gustan esas cosas.
– ¿Qué hacemos? – Preguntó Tobías con temor. – Quiero que me digas qué día me la podré llevar – el otro estaba que reventaba.
– Yo no soy presidente ni ministro para prometer y no cumplir, así que no me molestes con pedidos tontos.
- Es que me duelen mucho las piernas; ya no doy más – el bicicletero lo miró con odio.
–Ya empezamos con excusas. Yo también tengo mis dolores y no me quejo. Terminala con tus ñañas. ¿Sabés qué? Llevate tu porquería de bicicleta, que lo único que hace es molestarme en mi trabajo; es ésa que está ahí tirada con la cadena desarmada. Andate y dejame trabajar tranquilo – Entró a la casa dando un portazo.
El pobre Tobías tomó la cadena, la ató al manubrio, levantó el rodado y se fue cojeando hacia un taller de máquinas agrícolas y autos, dudando si allí se lo arreglarían. Al llegar fue recibido con calor – no te esfuerces; nosotros nos encargamos de levantarla y colocarla en la mesa de trabajo. Sentate, tomate unos mates y en unos minutos te la damos arreglada.
-¿Cuánto les debo? Preguntó Tobías con agradecimiento. La bicicleta se veía como nueva con la cadena bien estirada y las ruedas aceitadas.
– Avisá. No nos debés nada; con tu visita nos alcanza. Volvé cuando quieras – dijo el patrón. Lo ayudó a sentarse sobre el rodado y le dio un empujón para que tomara impulso. Tobías lloraba mientras pedaleaba, pero esta vez era por la emoción.
(*) Trabajador de carga.
Dentro de mi novela "La masacre de Salinas Chicas".
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