Llueve la muerte en la angustia perpetua,
en esa punzada atroz que se cobija en mí.
Se desvanece en las profundidades rojas
y en la negrura espesa de mi alma.
Océano de podredumbre rodeado de ausencias.
Indelebles heridas ingrávidas de mi vida.
Elegí ese árbol para morir.
Ahora está marchito.
Rodeado de girasoles índigos.
Me hincó ante el cielo destrozado.
Lágrimas escurren en el fuego que se esfuma
diluyendo la poca ánima que guardo
en las profundidades endemoniadas de mí.