La cruz de roble observa detenidamente,
juzga cada uno de los movimientos,
escucha cada uno de los pensamientos,
desprecia cada una de las acciones.
Los duros asientos de madera me ovacionan,
mientras la corona de laurel adorna mi cabeza,
acomodada delicadamente sobre la almohadilla aperlada
y los claveles blancos entonan el canto fúnebre.
La comparsa está nublada de miradas escrutadoras,
que pretenden ser lo que no son
y el cielo resplandece de alegría
por la partida de los demonios.
La caravana llega a su destino,
el descenso comienza
en tanto la cruz de roble escupe mi rostro
y los claveles blancos llueven sobre mi pecho.