Aunque no me arrepiento de nada,
no fue mi intención verme así.
Tan metido de lleno en este cráter
socavado por la incongruencia.
Tan influenciado por este tráfico
de influencias banales.
A expensas de esta vorágine
de emociones desintegradas.
Arrastrado por maquillajes
que ocultan carencias.
Donde ya nadie puede
mirar para otro lado
porque las vistas que hay
más allá de la mirilla
son demasiado sugerentes.
En mi defensa puedo alegar
que siempre quise mantenerme
al margen de toda esta
parafernalia insustancial.
Lo que ocurre es que un día,
cuando regaba mis plantas,
vino a posarse en ellas
una libélula fluorescente.
Su brillo me impresionó tanto,
que quise atraparla.
Ella echó a volar y yo la perseguí
con ímpetu campo a través.
Llevaba un buen trecho recorrido
detrás de ella cuando me di cuenta
de que las libélulas son inalcanzables.
Intenté reaccionar deteniéndome
pero ya había cogido tanto impulso,
que la inercia me trajo aquí.
No es algo nuevo en mí,
de siempre he sido pasional.
Ya desde mis inicios recuerdo
que fui un espermatozoide
demasiado impulsivo
y tal vez no elegí bien
el óvulo con el que acoplarme.
De haber escogido cualquier otro
de entre los trillones
de pretendientes
que se me ofrecieron,
ahora mismo quizás me encontraría
en algún lugar más acorde
a mis preferencias,
dando rienda suelta
a mi caótico proceder.
Sin tener que amoldarme
a los caprichos de una vida
encauzada por aquellos
que llevan las riendas
del destino bajo las espuelas
de la ambición.
Viéndome obligado
a tener que esconderme
de concéntricos de atención
que canonizan al farsante
y crucifican al justo.