Entristécete Confucio.
No fuiste capaz de conocerte,
ni siquiera de conocerme a mí,
un simple mortal.
La madre tiraba del carro de la compra
escaleras abajo, el mar estaba en calma.
La niña seguía a regañadientes la estela
del barquito que surcaba la calle.
No eran horas...
La madre rezongaba palabras que conviene
no reproducir, en el horizonte confundía cielo
y agua hasta llegar al portal de su casa.
La niña se demoraba a cada paso, las gaviotas
reclamaban su atención dejándose vencer al
vaivén de un viento no pronunciado todavía.
La madre colocaba el carro besando las escaleras
para subir a los altares de una cofa harta de más
madera.
La niña se olvida de quien le dio la vida.
La niña tiene mucho ya que sostener sobre sus
pequeños hombros, el algodón dulce que surca
su cielo reniega de cuitas de mayores.
La madre deja sus últimos estertores sobre el
terrazo de la cocina, coloca la compra.
La niña sigue suspendida en la calle de atrás
resolviéndo algún quítame allá esas pajas con
Alicia, en su país de maravillas.
La madre musita entre sus negros dientes:
He debido hacer un pan como unas hostias.