En cierta oportunidad tuve que enviar a un lugar lejano, una caja con libros. Era pesada, y por la incomodidad para cargarla y la pérdida de tiempo, decidí llamar a una de esas empresas que transportan encomiendas a lo largo del país; el precio, establecido según el peso, era alto, pero el servicio lo justificaba. Levanté el te-léfono, me comuniqué con la sucursal local, y solicité que vinieran a recogerla. La chica que me atendió me pidió que esperara en la entrada de mi casa, provisto de dinero en efectivo para efectuar el pago del flete.
A la hora concertada, llegaron para llevarse mi encargo, pero tenían un problema: la balanza que llevaban estaba descompuesta. Se me encendió la lamparita y les propuse que fuéramos al corralón situado a media cuadra de distancia, y pedir que nos permitieran utilizar la imponente báscula para camiones, que se encontraba en el patio.
Subieron con el camión a la plataforma, e hicieron un pesaje previo; colocaron el paquete sobre el contenedor, y se dispusieron a hacer el pesaje final. En ese momento un perro vagabundo de regular tamaño subió al improvisado escenario y se dispuso a dejar su firma en uno de los neumáticos, pero el conductor lo ahuyentó antes de que cumpliera con sus húmedos propósitos. Lentamente y con malas ganas, el can bajó del tablado, y desapareció por detrás del vehículo. El paso siguiente fue cosa de segundos; mi encomienda fue pesada con gran exactitud, pagué, me dieron el recibo, y rápidamente viajaron.
Salí caminando hacia mi casa, contento de haber concretado el despacho, pero antes dirigí la vista hacia la báscula: sobre ella, en el lado opuesto a la parte donde estuvo el camión, bajo un tibio sol de primavera, seguía dormitando el perro vagabundo, ignorante de su participación activa en el pesaje y en el monto del envío.
De mi libro "Cuentos reservados"
www.Lulu.com
www.librovirtual.org