Vivo en el número siete...
El Sol reina sobre una tarde parisina.
Sin falta lo veo entrar cual si fuera su
ritual religioso, sus abluciones
vespertinas.
Parece como si un muecín imaginario
e interior lo convocase a la merienda.
Se acomoda en su mesa acostumbrada,
reservada con escrúpulo solo para él.
Pastelería Montparnasse.
Sin sospecharlo se sienta mirándome.
Boulevard Poissonnière, 54.
Se atreve a dar el primer sorbo, el café
hierve todavía, se quema por dentro.
Es parte del sacrificio litúrgico.
Enrolla una servilleta de papel sobre el
asa de la taza para no quemarse.
Todo esfuerzo es en vano.
Creo que no es el café lo que le resquema.
Está pensando en Claudine, gotas de ácido
resbalan hacia la boca, amargura.
No se ha equivocado, ella tampoco.
Se ha obstinado en introducir su llave
en una cerradura equivocada.
Ha acabado astillándola, además de herir
el dorado que enluce la cerradura.
Las pupilas se engastan en el vidrio de tanto
mirarlo, de tanta energía que proyectan a la
manera de signos de interrogación.
Veo como se culpa, algo no hizo bien.
Su llave se tornó incorrecta con el tiempo,
¿o fue su embocadura?
Sus dientes han cambiado, o quizás sean sus
ojos... de ella.