En los fríos inviernos
de aquella dinastía oscurantista
te viste sometida con crueldad
a vituperios y persecuciones
por parte de tu suegra Isabel.
Por fortuna,
la vieja no pasó de 1762
cuando una red de cortesanos,
en el centro de la fauna palaciega,
formaba el nido de tus admiradores,
personas todas
reclutadas por ti bajo las sábanas
con dedicación envidiable.
Al organizar la conjura
que sacó de la banca a tu marido,
te hiciste coronar como zarina de Rusia,
no obstante tus raíces alemanas.
Fuiste conservadora y voraz
cuando atacaste a Turquía
y te engulliste media Polonia.
Rechazaste la Revolución Francesa,
no así a los pensadores progresistas
con quienes cruzaste en todo caso
nutrida correspondencia.
Cuando la edad comenzó a deteriorarte
y tus carnes, otrora deliciosas,
ya no fueron del gusto diplomático,
te apegaste a jóvenes atletas,
escogidos por tus áulicos
en particulares y sesudas entrevistas.
Sea lo que sea, hiciste cosas buenas,
malas y contradictorias
con una exaltación imposible de ignorar,
ganando por eso el nombre
de Catalina la Grande.