Esteban Mario Couceyro

Años de plomo

Me llegan los recuerdos de esos años..., la triple A, Lopecito, un Perón anciano, despidiendo la vida y a esa juventud..., que de alguna manera nunca fue de él.


Años de penumbra, que antecedía a la más negra noche.
Recuerdo a tantos amigos y jóvenes, el miedo y esa libertad que no fue tal.
Me acuerdo, de los que alentaron y luego mataron, por no poder dominar esa realidad que no era la de ellos.


Tantas cosas recuerdo, las noches oscuras y esas balas trazadoras, marcando
el

cielo, que se perdían entre las furias del repiqueteo.



Recuerdo tanto, que los años me asfixian. Aún temo al pasar caminando por la
s veredas, al llegar al umbral de las casas, temo estallar...
Temo volver.

 

Recuerdo a Hugo, tendría uno o dos años más que yo, en principio amigo de mi hermano, había recalado en nuestro departamento pues no se encontraba cómodo en la pensión, que también estaba cerca de la universidad.

En realidad, eran varios los estudiantes que nos frecuentaban a pesar que, ni mi hermano ni yo estudiábamos.

 

Todos funcionaban como “hijos” de mi madre, la llamaban “mamá Cou”, pues ella firmaba sus cuadros como “Amcou”, apócope del nombre y apellido de casada.

 

Como decía, Hugo, era el mayor de todos y los nervios los llevaba en sus ojos, cada vez que sonaba el timbre, pegaba saltos desde la silla.

Se sentía perseguido y al principio, yo sospechaba que andaba “en algo raro”, como se decía por entonces.

La confianza y el tiempo, hizo que supiera su historia, era aviador naval y por problemas en la vista, lo becaron en la carrera de ingeniería, nunca entendí el justificativo, pues no usaba lentes.

 

Le costaba el filo de sus nervios, convivir en la pensión con los demás estudiantes, soportar las continuas razias de las fuerzas militares.

 

Una tarde, apareció en el departamento, desencajado, francamente consternado pues en el último control, le habían secuestrado un cuadro que yo le había regalado, una copia de Modigliani, un desnudo frontal que motivó una reconvención del oficial a cargo, sobre “la decadencia del pensamiento de izquierda en la cultura”, tras lo cual, se llevó intervenido el cuadro.

Lo cierto que Hugo, iba zafando la inestable vida de un estudiante de esos tiempos, en que eran blancos móviles, tanto del rector Remus Tetus y sus esbirros fascistas, como de las fuerzas represivas militares.

 

Desde esta perspectiva, veo que lentamente a nuestro alrededor, hubieron toques de suerte.

Mamá Cou, daba clases de manualidades a los chicos pobres, en la parroquia San Luís Gonzaga, a dos cuadras de nuestro departamento, hasta que el cura párroco, que también era capellán de la policía, le dijo que había recibido la orden de “arriba”, que dejara esa actividad sospechosa, dada la situación que se vivía. Le pidió que se fuera y no regresara más a la iglesia.

 

Eso fué un duro golpe, al entusiasmo de Mamá Cou., que lejos de amilanarse, volcó sus esfuerzos a la atención de los “Estudiantes”, como los llamaba.

Eran tres, como ya dije Hugo, Mario y Carlos, dos muchachos de una ciudad vecina.

Mario, un gordito que solo pensaba en su estudio y que evitaba ver los noticiosos…, como decía, para no pensar.

 

Carlos, en cambio tenía un espíritu inquieto, buen tecladista, afecto a la música clásica, bastante mujeriego. Quizá eso fue lo que más tarde lo colmó de dificultades.

 

No les conté, qué hacía yo, pues trabajaba en una concesionaria de camiones, saliendo por la ruta 3 sur. Diariamente debía atravesar los retenes militares, con el riesgo que eso implicaba.

A diario lo mismo, paraba la camioneta, me bajaba, revisaban la documentación, cotejándola con una lista.

Casi todos los días, veía en la banquina, algún cuerpo abandonado en la noche, seguramente ajusticiado por los muchachos de la CGT, andaban en un Fiat 125 azul, que en Bahía, le decíamos “La fiambrera”. Paseaba por la ciudad a todas horas del día, con cuatro matones que no ocultaban sus armas, las que despuntaban sus caños, fuera de las ventanillas, sin pudor.

 

Ese día, al pasar, vi dos cuerpos tirados, uno era de una joven, por su melena enredada en en el alambre de púas.

 

Al llegar al retén, me hacen bajar como siempre y el soldado me apunta con el fusil.

No sé qué pasó, pero no lo soporté y le ordené que bajara el arma.

El muchacho, comprendió y bajando la mirada, hizo lo mismo con su arma.

 

El suboficial que revisaba la documentación, cotejándola con la lista que supongo eran de las personas que buscaban, sin decir palabra, me devolvió los documentos, evitando cruzar las miradas.

Seguí mi camino, mientras mis ojos evitaban llorar y aún lo hago cuando recuerdo esto.

 

La vida fue pasando, Hugo terminó recibiéndose y se radicó en el exterior, Mario regresó a su lugar y continua manejando los bienes familiares, manteniendo la costumbre de no ver los noticiosos.

Carlos, fue “chupado”, porque su última novia estaba en “algo raro” y fue rescatado por una importante suma de dinero que puso la familia. Ignoro que es de él, hasta hoy.

 

Mi hermano, siguió sin pena ni gloria sobreviviendo en un anonimato civil auto impuesto.

Mamá Cou, cuidó cuanto pudo a sus hijos, propios y adoptivos.

 

Preguntarán de mi, yo sigo sobresaltado al pasar por los portales de los edificios, esperando que explote una bomba, mientras contengo las lágrimas al recordar esos tiempos de plomo.