Escucho tu voz, firme, experimentada, versando un discurso sobre todo tema, sobre toda argucia de la cruenta vida. Me suena, nos suena tan cerca, a mí, al deseo, compañero de todas las noches, buscándote de la mano de la impaciencia en medio de ellas.
Puedo oírte, complaciente como un río, fuerte como un torbellino, y dices tanto que intento capturar tu timbre pausado en el trayecto de mi vasta imaginación, asaltando una idea viajera que vuela tras tus letras cariñosas y las recrea a partir de ti.
Te percibo así, como eres, inquieto ante las malas circunstancias... ese quebranto oculto en las líneas obligadas por el reflejo de la injusticia.
Y es ella, tu misma voz, que cuenta historias lejanas para ver desde mi ventana... para caminar tus recorridos; la culpable de mi paz y mi cautividad, vestida algunas horas de las ansias que te implantan en mis sueños, límpidos, opulentos de esperanzas veleidosas con mi voluntad de hierro intentando capturarlos y aguardando el amanecer, encallada dulcemente en tu rostro.
Cantas tu canción y me cobijo en su calor, mientras mi tinta sigue tejiendo esa alfombra en la biografía de mi sendero, argumento receloso de algunos, a causa de ser formada contigo, de la que penden mis más ardientes anhelos.
La noche se apaga lenta, sí, pero tu luz la hace pasar inadvertida.
No permitiremos a la duda colarse bajo las puertas, no ahora, no hoy, no en ti, no en mí...
Sigue cantándome las notas de aquel amor que me enseñaste, mi ostia y mi sangre, mi aire y mi vino... por quien vivo y respiro...
Es en tu horizonte donde descansa mi corazón.
Yo seguiré haciendo de tu voz, a diario, mi alimento, y en mi vida menesterosa, haciendo de ti, lo que tanto pedí al cielo:
ya no sólo, mi medio pan...
el todo, mi sustento y mi libro.
Yamel Murillo
Confesionario I©
Las Rocas del Castillo©
D.R. 2017