Una mañana decidí
que era ya tiempo de darle
algún retoque al paisaje:
es un deber renovarse.
Es pues ya mucho que el hombre
lleve dentro de sí su sepulcro.
Comencé a poner orden
amontonando en el centro
las tristes escorias nocturnas,
los penosos residuos del día,
los herbarios de la memoria,
los lapidarios del sueño.
El cúmulo en el medio iba
creciendo ya sin medida
y el aluvión formaba
un delta oscuro hacia el mar.
Arrastrado por la corriente,
despegaba de las paredes
manchas de humedad antigua
y arabescos de sol.
Del revoque rezumaban
frescos de colores turbios
y a cada golpe de espátula
los trazos se desenredaban.
El paisaje mudaba
su piel como una serpiente,
con la única diferencia
de no volverse más nuevo.
Sus capas se deshojaban
y tal cual una cebolla
conservaba su aspecto
y conservaba su olor.
Fue entonces que mi prudencia
me aconsejó detenerme
cuando ya los desechos
estaban a punto de ahogarme.
En cama, de noche, la rígida
geometría de mi esqueleto
volvió a ordenar un espacio
preciso y consolador.