Soy consciente
de que el pasado no vuelve
y que el corazón se queda sin latidos,
y va perdiendo su ritmo,
en este tranvía que es la vida.
Estamos en otoño
y hay un cuerpo viejo
que camina, titubeante,
entre la telaraña de recuerdos
que conducen al invierno.
Si miro atrás, a ese pasado,
me doy cuenta de que era bonito
despertar cada mañana,
con la llamada del alba,
y acudir a la taza de café,
que esperaba calentarse en el microondas,
para calentar unos labios
que esperan saludar al nuevo día.
En aquel largo verano
caminé por muchos caminos
y senderos,
incluso tendí la mano
a la primavera de la infancia,
rescatando, de la misma, muchos sueños
retenidos en los puentes.
Fueron largos días de suspiros,
de susurros encantados
que dejaron una huella
muy profunda en ese tiempo
que no vuelve.
Era hermoso contemplar a las estrellas
y hasta hablar, en su lenguaje,
por las noches.
Era hermoso el escuchar
las canciones y rumores que dejaban
las sirenas en la playa.
Era hermoso ver pasar
a las traineras por la barra,
que salían a pescar
con su silueta inconfundible.
Era hermoso emocionarse
al pensar que las rosas que veías
las pudieras entregar
a unos labios tan queridos
con un beso.
Era hermoso hasta rezar
a ese dios que es de los niños
y a ese niño que llevabas
tan adentro y le gritabas
de que nunca te dejara.
...Ahora sé que aquel desierto,
inhabitable y silencioso,
me esperaba y me abrazaba
sin remedio
y que la soledad del otoño
y del invierno estaban cerca,
y no en el parque figurado,
porque la tristeza iba conmigo,
con nosotros, con la gente
y con el mundo que nos rodea,
en un abrazo y un abrigo inconfundible
y no tendría una luna, con su manto,
que viniera a cantarme una nana
en esa noche.
Al final, soy consciente
de que me hice mayor
y no me di cuenta.
Rafael Sánchez Ortega ©
20/07/18