Ser obrero
es tener sobre la espalda
todo el peso del trabajo,
y el alma angustiada
de que algún día cercano
podrá ser despedido.
Aunque lleguen a sus manos
unos pesos resarcidos,
pronto ellos se irán
mientras procura trabajo.
¿Para qué quiere conchabo?
Veo que usted está viejo
y no sirve para eso;
vuelva a casa, descanse
y plante muchas verduras,
que de comer le darán.
¡Qué triste es ser proletario!
Peor es estar sin trabajo,
con muchas bocas hambrientas
en la casa esperando.
Casos como yo cuento
hubo en los tiempos actuales,
mas las leyes del trabajo
con justicia conquistadas,
fueron asimiladas
y adoptadas por obreros
que se unieron en ideas,
para ayudar mutuamente
en posición insistente,
a esos necesitados.
Resultó que en un lugar
fabricaban con amor
escobas y escobillones
ocupando poca gente,
que trabajaba contenta
y estimaba a su patrón,
hombre con sentimientos.
Mas la triste realidad
lo llevó a la situación
de no pagar los jornales,
y como último recurso
se vio obligado a cerrar.
De ese despido masivo
quedaron tan sólo dos;
un obrero y el sereno,
pero éste de qué sirvió
si a qué cuidar no había,
y el sereno como otros
también a casa se fue,
y el otro amenazado
fue sereno y capataz,
porque el lugar ocupó.
Conocedor de las leyes,
el obrero se encerró
como dueño del lugar,
para defender derechos
si hubiese que litigar.
Y el litigio comenzó
mientras el hombre esperaba,
cuidando el alambrado.
Y como es de esperar,
tuvo final esa historia.
La solución de este cuento
fue muy justa pero triste.
Dicto que está despedido
el huelguista y demandante,
dijo el juez con seriedad;
como es de suponer,
amparado por la Ley
que proteje los despidos,
y el demandado ya sabe
con esos palos qué hacer.