Te espero sin sosiego,
recostado en la luz de la tarde;
tú que llegas,
en ése instante
donde el anaranjado
comienza a tamizar el cielo.
Versos mios sobre tú boca,
palabras mías dentro de tú boca,
boca con boca,
festín de labios nuestros,
donde nos revolvemos
sobre un colchón de frases.
Se nos diluye el día
en las espaldas,
uniéndonos,
con cada letra
de la palabra deseo
retratada en el alma.
Allá, desde el fondo
estrellado de los ojos,
crece una canción,
un himno tuyo y mio,
hijo sonoro de nosotros.
Tú cintura cobra alas,
queriendo escaparse
de mis manos profundas,
pero son raíces mis manos,
y se escapan con ella,
volando hacía donde quiera.
Nos vamos alejando
de paredes y de espejos,
todo es ajeno a la piel
cuando otra piel la cubre;
que hasta la sábana,
inmaculada y blanca,
es un estorbo al tacto caprichoso.
Relucen los abrazos,
el que pasó,
se une al sol en retroceso,
el que está,
se nos siembra en los cuerpos,
el que llega
espera ansioso su momento,
su gloria,
su sudor,
su monumento.
Te nombro uva
y tu me tornas vino,
ola y espuma somos,
marea somos
sobre nosotros mismos.
Fundamos,
conquistamos,
nos diluimos,
nos fecundamos,
somos la paz
de nuestra hermosa guerra,
la única guerra digna,
donde nadie muere,
donde dos, al desfallecer,
con más vida regresan.
Se tranfigura el tiempo
al borde de tu ombligo,
vórtice en que mi boca queda,
volviendo de su ronda
por los caminos dulces,
donde enciendo tus estrellas,
Luego partes,
pero partiendo quedas,
jamás te vas del todo
porque todo te espera,
el techo,
las paredes,
las lámparas,
la acera.
Yo pastoreo flores
cerradas en la noche,
vigilo cada calle
bañada con tus pasos,
empujo el reloj hacia la tarde
anaranjada y limpia,
la tarde otra vez nuestra,
donde tus ojos y mis ojos
se acarician.
Eduardo A. Bello Martínez
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