Una caída interminable llena de oscuridad.
Una caída que me llenaba de miedo.
Miedo a lo nuevo.
A lo desconocido.
A mí mismo.
Nunca terminaba y por mucho que lo intentara, nunca podía ver un final, una luz. Nunca había nada, pero yo siempre me sentía atrapado.
Hasta que giraba o alguien me tomaba del hombro y con una delicadeza desesperante, me hacía voltear. Despertaba siempre tratando de ver o encontrar a esa persona.
El sueño o pesadilla se volvió un constante en mis noches, pero más que una molestia, lo tomaba como un recordatorio del día que dije: ¡BASTA!
El día en que, por primera vez, pensé por mí mismo y me dije en voz alta, frente a frente, que ya estaba harto de esa vida. Harto de ese falso y constante ejercicio de confianza, que no hacía más que apartarme y aislarme. Harto de esa pulcra vida. Solo veía blanco todos los días. No conocía otro color, no sabía cómo se sentía la tierra entre los dedos.
El dolor de una herida.
Ni siquiera podía tocarme a mí mismo. No me consideraba ni siquiera una persona.
Era solo una entidad atrapada dentro de una armadura, que a su vez habitaba dentro de una cárcel hermética, pero algo me decía que era humano.
Era ese constante dolor en el pecho.
Esa pesadez en el corazón que me trituraba el alma.
Debía salir.
Quería huir y estar vivo. Ver los colores del mundo. Sentir el frio de la lluvia, el calor del sol, el taco de esa mano perteneciente a alguien, que estaba seguro, me esperaba ahí afuera.
A pesar de nunca saber mi enfermedad, vivía preocupado del cada segundo, minuto, hora, día que pasaba hi dentro. Era ilógico, pero le tenía miedo a las alturas, le temía a ese gran abismo oscuro de la caída. El único sueño que tuve toda mi vida era esa caída de espaldas y la oscuridad tragándome, y el final era el mismo.
Un golpe en seco contra el suelo blanco de mi cárcel. Mi armadura agrietándose y rompiéndose y solo ver un vacío, en donde deberia estar “yo”.
“Yo” no existía, nunca lo hizo.
Me jure, el día en que no-se-como sentí una ligera brisa colarse y entrar hasta lo más hondo de mis pulmones, rozándome el rostro y plantando en mi cuerpo semillas de vida, que se convirtieron en un ecosistema y un huracán, alterando y destruyendo barreras.
Salte.
No sabía que había más allá, pero salte, saboreando cada momento de mi renacimiento como ser vivo.
No tenía un nombre.
No tenía familia.
No sabía cómo sobrevivir, pero una fuerza invisible, esa que siempre estuvo encerrada en mí, anhelante de libertad; me impulsaba, arrastraba, empujaba y suplicaba a ir, aun en contra de la misma gravedad a la que pertenecía el peso en mi nuevo y latente corazón.