Le dijeron vivir a esta manera de andar sin dar un solo paso, a esta forma de herir sin hacer sangre, siempre niños gozosamente tristes, siempre ángeles humanamente abstractos. Le dijeron vivir y en nuestra infancia se agostaban los ríos y era un páramo sepia el corazón de los hombres, pereza vaginal, melancolía, algo así nos debieron llamar quienes nos vieron intentando, sin suerte, remar a la otra orilla. Le dijeron vivir y se olvidaron de que existen palabras que no llevan acento circunflejo y que la crueldad no tiene nombre. Se supone que hay algo que habremos hecho mal para que lluevan Confetis en las calles cuando pasa algún ciego y los balcones apesten a guirnaldas, que hay un dios que prohíbe las agujas de hielo en las ventanas y que silben los barcos cuando crece la niebla, por lo tanto cada cual es muy dueño de elegir quien le ponga el sambenito o le arroje a la hoguera, pero siempre hay un día en que los locos se acuestan con los cuerdos y una estrella sin luz es un milagro. Y nos sobran razones para hacer que se queden en el limbo los hijos no nacidos, razones para hablar de lo absurdo que resulta esperar a que florezcan en otoño los tilos. ¿O acaso les borramos el nombre a quienes hacen del tiempo su muerto preferido?