... Maola nombra a Marga, la interpela y aquel nombre antiguo enrarece el aire purísimo y resquebraja un bloque de hielo. El frío exterior ha mermado considerablemente, el fuego interior derrite el extenso glacial del miedo.
Miedo, miedo de caer entre los Hombres apresurados de llegar a cierto lugar. Miedo de perder la dirección del iglú. Miedo de contar la deshonra que la llevó a esos parajes.
Miedo a escuchar, ahí va la loca. Miedo a los harapos. Miedo a su miedo. A las miradas, a las palabras. Miedo a un Hombre que le regaló su muerte.
Miedo al temblor anunciador del vértigo. A la ventana entreabierta y al sol desvergonzado acariciando los hombros. A las aceras en sombra; a los pasantes que ríen despreocupados, cuando algo puede acechar. A los relojes suizos, a los relojes eléctricos que parpadean cuando se va el flujo; a la televisión que adormece el tiempo, al canapé confortable con su lienzo mal acodado y sus tripas afuera, sangrando por las garras de los gatos. A la frase común deshabitada; a la insinuación, al desvarío. Miedo de escuchar, escuchándose.
Al monólogo ignorante del susto. Al suicida que aplaza el día hasta que perfeccione al extremo el cierre de la cuerda. Miedo a la cuerda que amarra, a la metáfora de los lazos del zapato que recuerdan las cárceles donde no son permitidos.
Miedo a las escupías que dan sed y deshidratan. Miedo al vómito, a la sangre, a la esperma, a la orine, a la mierda que conoce mejor que ella los conductos, recovecos, interacciones entre el exterior y ese interior decorticado por médicos y aparatos de resonancia magnética. Esa inmensa mierda en forma de nostalgia y ausencia de los exiliados.
Miedo al ciclón, no al destrozo, miedo al ojo calmado que cubre como un techo la cabeza. Miedo al después cuando se aglomera, se acelera el movimiento, a la reconstrucción.
Miedo a pasar por las aduanas donde extraños, desde peceras, visualizan documentos de poca estima y causa. Miedo a las puertas de aduana donde chilla la llave de la casa que ha dejado atrás, a la cual nunca regresará. A los que dan la bienvenida en el nuevo infierno.
Miedo al mediodía que se va rápido, al atraso, a preparar la cena para cuando lleguen los que incursionan en inútiles recetas de dantescas oficinas.
Miedo al ruido de la palabra que condena, juzga, marca.
Miedo al dentista disfrazado de mudo, espejo en mano, atareado en desenmarañar de la úvula las palabras, la lengua ensalivada. Miedo al líquido mentolado que transforma el aliento en cachorrillo domesticado, mientras exigen cheque.
Miedo al beso que entrechoca los dientes, miedo a la mordida que no sangra y envenena los labios.
Miedo al tren expreso que enfila por la mente y convierta todo en olvido, polvo de olvido, olvido de muerte.
Miedo a la muerte por sorpresa, a que no sea atroz ni enigmática. Solo un sueño y desilusiones permanentes. Enorme miedo a padecer el miedo, tanto agobio, incertidumbre vana. Tanto cuento, como si no supiéramos que basta dejarse ir, dormir en el vientre de la madre, abandonarse al ruidoso, ambicioso, estremecido corazón que se va apagando hacia una noche silenciosa, infinita.
Miedo al día, nunca a la noche. Miedo al reflejo, nunca al puñal. Miedo de necesitar a otro. Miedo a ser otro y serlo e ir padeciendo la mediocridad como si fuese una fina espuela sobre la lucidez.
Miedo al comentario sobre el cáncer y no al humo que asciende, a la nicotina que amarilla el índice. Miedo a la escasez de tabaco un día feriado, los estanquillos cerrados, el bolsillo vacío.
Miedo a la tinta que gotea de la pluma y traza dibujos y presagios en la carta temblorosa de las verdades.
Miedo a borrar el olor del amante -bandido que arrebata. Miedo a confesar públicamente la penetración osada de un dedo en cierta vagina hambrienta de golpes secos. Miedo al falo, casi temor a su ausencia. Denunciar que es ignorante de las letras que acompañan los ovarios.
Miedo al café del alba, a las llamadas telefónicas, al conocido que pregunta ¿qué haces el sábado? para empantanar durante horas con un sinnúmero de conflictos tribales de los que huye a diario con una soledad importante.
Miedo a que se vea que tiene miedo o que tendrá en el minuto siguiente. Miedo al desespero, a la espera, a las filas de espera, a los grandes comercios. Miedo al fuego, al frío, a que se confundan los sentidos y no sepa cuándo duele.
Miedo a las luces blancas en los hospitales, sobre mercancía humana, bien empaquetada para los trepanadores de cráneo de todas las ideologías. Miedo a los aparcamientos subterráneos, al metro, a la caída en los rieles, al túnel que traga. Miedo a la cabeza que da vueltas. A las piernas que flaquean, a la flojera de la angustia, a las facturas, a la orden, el autoritarismo, a la sed que se extiende en la garganta.
Miedo al oculista, al proctólogo y su dedo; a mojarse en la consulta del ginecólogo, a que se vea que va a desmayar. Miedo a las corridas de toro, a las cacerías donde corre la sangre. Miedo a los viajes, nunca a ir, más bien, no querer regresar. Miedo a la emoción que mueve arrítmicamente el corazón y palidece, sin saber, si comparte cabina con un terrorista que saltará junto a la carga mortal.
Miedo a la vejez, a los pesados, a la carencia, a la letra recomendada, a la falta de papel, tabaco, filtro para hacer un cigarrillo donde chupar recuerdos. Miedo a llamar a la madre y saber que ha muerto otro en la isla. Miedo a los mendigos que juzgan, a los respiros que matan. Miedo a decir, a callar. A las buenas personas, a ser, no ser, a ganar, a perder. Un miedo totalizador que invalida.
Miedo a los amigos que se acercan y se pierden de forma violenta. Miedo al vientre que se infla de aire, de agua, de excesos de grasa, de semen, de embarazos vitales.
Miedo a la pulsión de muerte en cada balcón de un cuarto piso, en cada andén caer en la vida....
(FRAGMENTO) del cuaderno Maldicionario, 1996-2009