No sé. No sé nada.
Caía la lluvia como si Dios
dejara un grifo abierto en su
séptimo cielo. Mis pies no tenían
zapatos que los protegieran de un
posible resfrío, iba descalzo...
Mis caminatas diarias hacia donde
el sol declina eran maná y tortura a
partes iguales. Dedos y planta acabaron
por claudicar al esfuerzo hasta reventar
en un estrépito de carne y venas.
Preferí destrozarlos a pedir un, aunque
fuese, mísero calzado que me acolchase
el furor del roce.
Sigo caminando sí, pero con los pies
ensombrecidos por el dolor del recuerdo.
Sigo caminando sí, aunque en cada recodo
con fuente que me sorprenda deba parar a
acariciarlos suavemente para que resuciten
de su cruz, ensangrentados de espinas y coronas.
Sigo caminando sí, porque el sol me levanta
la mano al fondo, muy al fondo, para que me
abrase con él,
para siempre...