Aquella ciudad había conocido
todos los cultos de todas las religiones,
sus habitantes estaban habituados
a los tres días santos que ni siquiera
los señalaban en sus calendarios,
había también algún europeo feliz
en aquella indefinición, el ver
enfrente la costa andaluza y sentirte
residente de ambas orillas, como los
pájaros que cruzan libres el estrecho,
era como tener un pasaporte válido
para todo el mundo sin fechas y sin sellos.
Así era Tánger un refugio para desventurados
y aventureros.
Un escenario blanco de jardines secretos
con toda su variedad de bodas y de duelos,
asomada al mar tras una transparente
bruma bajo el azul del cielo.