Un charco de color rojizo
sigue su cauce ondeante,
con un cuerpo tendido, aún humeante,
este suelo blanco y virgen tapizo.
Bastó el chasquido de un gatillo,
el estruendo seco y mortal,
el tintineo contra el piso de un casquillo,
y la sangre, goteando, esparciendo cual caudal.
Ahora pueden temer al hombre,
pues cualquiera se convierte en Dios,
arrebatando vida, como muerte sin nombre,
y lo que nos queda de humano, partiéndolo en dos.
Pero, ¿Qué enseñanza podría darles yo?
si he iniciado confesándoles mi crimen,
añorando que sus voces y la mía al fin rimen.
Cuando mi cuerpo ni parecía mío,
y me preguntaba quién eres, quién soy.
Armada a su cabeza apunté,
y sin arrepentimiento, y sin dudarlo, simplemente
el arma disparé.