Tú, ocultándote tras la piedra mientras sostenías a una mano la humanidad de aquel niño que recién había aparecido en la casa después de tu inexplicable ausencia.
Y el patio nos regalaba aquellos árboles llenos de pájaros de todos colores que entonaban sus cantos mañaneros.
Yo corriendo al levantarme para descubrir algún visitante extraño en el patio de musgo en el que encontraba a las viejitas que eran como duendes cargando sus cantaros con agua.
La más hermosa de las casas que compartíamos. No sé qué era de los vecinos pero era sufriente.
La piedra ceremoniosa que servía para todo, incrustada en el centro del patio.