Mis dedos enguantados en gamuza se disponen
a deslizarse sobre el teclado.
Me repliego sobre la emoción que estoy sintiendo,
rodeando de cascotes de hielo desgajados no hace
mucho de un colosal glaciar que se asoma al fondo-
pero cerca de mí-.
La plataforma sobre la que se asienta el piano se
extiende sobre uno de esos pedazos. Por mi parte,
y para mayor seguridad, me han abrazado a un
cariñoso arnés que me concede la tranquilidad que
requiere una correcta interpretación de la pieza,
que me sale de dentro cual pózima milenaria.
Las vibraciones de las cuerdas hieren el frente del
coloso, que parece esperar la hora del almuerzo para
proceder a engullirme, hasta quejarse con el súbito
desprendimiento de su poderosa lengua, que acercan
olas a mis inmediaciones a modo de beso al alba para
celebrar el nuevo día que amanece.
La piel se mantiene erizada en una suerte de miscelánea
inaudita de sensaciones, unas buenas, dada la magia del
entorno, y otras preocupantes, en lo que toca a mi deseada
supervivencia, para poder contarlo a mis seres queridos,
de vuelta a Italia.
No ha habido en mi vida, habida cuenta las limitaciones
de mi memoria, un momento más místico, más profundo.