DEMÓDOCO

EL POETA JUAN LISCANO SALVA MI VIDA

 

[Narraciones de Claustro Universitario y Extramuros Académicos]

 

Por Alberto JIMÉNEZ URE

 

Aproximadamente a las 01 pm de ese viernes, yo degustaba una sabrosísima pizza en un sitio pequeño [situado en la Ave. 03, esquina con el Viaducto «Campo Elías» de Mérida, Año 1982] Simultáneamente, revisaba uno de los textos que solía publicar en El Nacional de Caracas. De repente, alguien me intimidó:

-¡Jiménez Ure, maldito!

Rápido, levanté la mirada para recibir un cachazo de Beretta (9 mm) en el ojo izquierdo y nariz que me sacó de la butaca contra el piso. Sangraba profuso mientras identificaba, perplejo, al hostil: era Oscar Tribbias Pamus, artista plástico, abogado y profesor de la Universidad de Los Andes.

La dueña del pequeño restaurante acudió a levantarme velozmente, a pesar de su avanzada obesidad. De origen italiano, me quería como al hijo que nunca tuvo: «Pareces un cantante británico» -solía decirme, besándome los pómulos cada vez que aparecía ahí-. Por ello, no tardó enfrentar a mi rabioso atacante:

-¿Quién eres? –impelió con severidad en su rostro y voz de barítono-. ¡Deja al beatle! ¿Lo matarás?  

-¡No es un beatle, sino un ladrón! –gritaba Tribbias Pamus-. Me robó mi esposa: lo asesinaré […]

Otra mujer prorrumpió inesperadamente, y le quitó la pistola deplorando su cobarde acto: obligándolo salir del lugar donde casi era apresado por los indignados comensales que me conocían por ser asiduos del acogedor lugar.

Yo tenía un vehículo que no pude conducir. Estaba mareado, y mi «fragilidad capilar nasal» colapsó a causa del golpe que el «violenfilio» me asestó desviándome –para siempre- el tabique. Usé mi suéter para interrumpir mi hemorragia. Luego contraté un taxista que me trasladaría a nuestro centro médico universitario.

Atrás dejaba una dama protectora sollozando, aparte de numerosos testigos que se solidarizaron conmigo deseándome pronta recuperación. Oscar ya no estaba cuando abordé la máquina de rodamiento.

Pronto, en ciertos ambientes universitarios [Dirección de Cultura, Consejo de Publicaciones, Prensa del Rectorado y Facultad de Humanidades] el incidente fue motivo de chismorreos que agitaban más el sí fundado despecho de Tribbias Pamus: quien, sucesivas veces más, esperó armado me presentara en las instalaciones del Consejo de Publicaciones donde asesoraba al Secretario Ejecutivo. También allanó mi morada privada del Riverside, Sector «Valle Grande». El propietario de las cabañas, Grossman, un alemán veterano de la II Guerra Mundial [que, luego de varios años, suicidaría] amenazó con ajusticiarlo con uno de sus antiguos Karabiners. El viejo también me percibía como al varón que no tuvo, porque su esposa Beatriz sólo había parido a Sonia y Silvia.

-Toma, Albert –se presentó en la cabaña que había rentado, hablándome en inglés, con uno de sus fusiles-. Te regalo éste. Tienes que abatir al idiota: será «en defensa propia» […] Cuando ingrese de nuevo a este complejo habitacional.

-No lo hagas, está celoso –bogué a favor del infractor-. No asumiré un «duelo a muerte» con él […]

-¿Por qué no? Durante la tarde de ayer, vino buscándote desenfundado. Paró su Jeep frente a tu cabaña y amagaba disparar contra las ventanas. Yo lo encaré con este karabiner. Invadía mi propiedad, pude ejecutarlo. Tenía muchas ganas, Albert […]

-No lo hagas –repetí-. Mañana, al amanecer, viajaré a Barquisimeto. Allá meditaré sobre este bochornoso asunto.

Poco antes de regresar a casa y tener ese encuentro con mi amigo alemán, que alteró aún más mis sentidos, me había citado con el Vicerrector Administrativo Hebert Sira Ramírez: a quien, deprimido, le narré lo que sucedía. Le solicité un permiso especial, de una semana, para ausentarme [por «razones de seguridad»] del Estado Mérida. Me lo concedió.

-Cuídate, Albert, no bajes la guardia –discernió-. Ya estaba enterado […] Intentaré contactar al profesor que te agredió. Estas cosas no deberían ocurrir en la Universidad de Los Andes […]

También me había reunido con Alberto Arvelo Ramos, Director de Cultura, quien me reprochó:

-No debiste «falotrarla», Albert –me decía presionándome la clavícula con sus dedos pulgares-. Tu neologismo está perfecto para tus libros, pero […] No lo trasciendas al modo de un misil: ¡Desaparece!

-Hoy no hablas como filósofo –le respondí-, sino abogado de cornudo.

-Pertenece a mi grupo de intelectuales y artistas: tú y Tereska están en desacato.

-Ella me sedujo, fue un envite de fémina irresistible.

-Vete –me abrazó, con lágrimas en los ojos-. El caso es serio, Oscar fue «Director de Prisiones del Estado». Si te elimina no será enjuiciado. Eres un joven con talento, te queremos vivo.

Tribbias Pamus debió hacerme la cacería durante toda la noche, víspera de mi escape terrestre. Lo digo porque, cuando tomé la «Vía Mérida-Trujillo-Lara», me seguía con su Jeep. Corneteaba exhibiendo su Beretta. Acepté el «Reto del Cazador y la Presa». Mi automóvil, Ford Corcel, era más potente y ambos sabíamos. Aceleré todo lo que pude, arriesgándome precipitarlo por cualquiera de los profundos barrancos superiores a 3.000 metros. Su «todoterreno» no pudo alcanzarme. Me siguió hasta el Páramo de Mucurubá, disparándome esporádicamente. Imagino se le recalentó el motor. Logré aventajarlo demasiado. Permanecí salvo de su asedio el resto de la travesía.  

El desafiante ruido de su Jeep permanecía en mi cavidad craneana, como tumoración maligna, cuando ya estaba en casa de mi madre. En el curso de mi primera noche allá, llamé telefónicamente al poeta Juan Liscano para transmitirle mis tribulaciones. Fuimos confidentes. Quedó impactado. Luis Herrera Campins era Dignatario de la República, y Liscano Presidente de la estatal Editorial Monte Ávila.

-Anotaré tu número telefónico de Barquisimeto –me consoló-. Investigaré, rigurosamente, quién es tu persecutor. Te llamaré en una hora.

Había hecho el recorrido de Mérida a Barquisimeto en tiempo récord. Recuerdo logré desarrollar, riesgosamente, velocidades mayores a los 160 kilómetros por distintos lugares [en las carreteras Valera conexa a Zulia, luego en la Autopista Carora-Barquisimeto]

Juan Liscano cumplió su promesa. Llamó al audifonovocal de mi progenitora:

-¿Está Albert, señora? –preguntó.

-Sí, le pasaré a mi hijo –apresuró ella.

-Esta misma noche, Oscar Tribbias Pamus será visitado por funcionarios del «Servicio de Inteligencia y Prevención» (DISIP) Converso, frecuentemente, con el Presidente Herrera Campins: al cual pedí que ordenase investigar a ese matón. Hace algunos años, fue «Director de Prisiones» en Mérida. Es profesor de la Universidad de Los Andes, Facultad de Derecho. Su esposa es italiana y su hermano actor de televisión, en Caracas. No es la primera vez que ella se divierte con otro. Debió divorciarse. Lo someterán, le quitarán el armamento que tenga en casa. Será obligado disculparse contigo. Relájate, bebe whisky o cerveza. Está hecho. Celebra que soy tu amigo, que admiro tus escritos.

-También te admiro, Juan: pero, ¿puedo –ciertamente- retornar tranquilo a mi ciudad favorita y mi trabajo?

-Recibirás una llamada desde Mérida. Alguien cercano al sujeto te contactará para ratificar todo cuanto, en este momento, afirmo.

No mintió el poeta Juan Liscano. En la Universidad de Los Andes, todos me pedían que dijera el nombre del poderoso personaje que intervino para salvarme del loco furioso. En el curso de más de tres décadas, pocos supieron.