Sus ojos se dilataron más de lo normal cuando la vio. En el claro, haciendo florecer la hierba con unos polvos que sacaba de su costal mientras bailaba y cantaba, había una hermosa bruja de cabellos rojizos.
Se había quedado maravillado al verla. Su corazón le empezó a galopar en su pecho y un gran calor le subió a la punta de su afilada nariz. Sin querer, perdió el equilibrio y resbalo hacia el claro, quedando tendido boca abajo con la hoja cubriéndole todavía la cabeza.
La bruja, lo miro asombrada y entre risitas le dijo: -Oh pequeño duendecillo, ¿Estas bien? Ven, déjame ayudarte.
Él rápidamente, antes de que lo pudieran ayudar, se hizo para atrás y con la cabeza gacha le pidió disculpas por interrumpirla.
-No quería molestarla, escuche un ruido y vine a fijarme que pasaba
-Disculpadme a mí. No sabía que este bosque tenía dueño y me pareció muy lindo. – La bruja se le acercó un poco más y se agacho para mirarlo. – Por cierto, ¿Cómo te llamas?
El duende, todavía incómodo y nervioso, susurro su nombre, pero la bruja no lo escucho y le pidió que lo repita más alto.
-Tardor. Me llamo Tardor. –Contesto mientras tartamudeaba – Soy quien cuida este bosque. Riego los conejos, juego con los haya y peino las raíces.
Ella se rio por la respuesta que había recibido y entre risas le dijo
-Tardor. Es un hermoso nombre y realmente se nota el trabajo que has hecho acá. Me gusta mucho lo que lograste. Mi nombre es Otzarreta, por cierto, y planeaba venir a vivir a este claro. Siempre y cuando usted me conceda el permiso.
Él estaba encantado. Por fin iba a tener una compañía en el bosque que no lo hiciese sentir tan solo; y además, era tan bella que se quedaba hipnotizado cada vez que la veía sonreír.