Y conste que esto lo vi,
que esto no es ningún cuento.
Estaba la perra Panda
tirada junto a la puerta,
evitando que extraños
a sus dominios llegaran.
Sus fauces garantizaban
una perfecta guardia,
como lo demostró una vez
cuando un perro pasó
por una calle cercana.
La enorme perra blanca
se paró con elegancia
y estiró su largo cuello;
sólo esa pose ahuyentó
a su asustado colega.
Al cabo de unos minutos
escuché unos gruñidos
lanzados con pocas ganas;
al mirar vi un gato negro
y blanco que se acercó
con mostrado atrevimiento.
Seguramente quería
algo para comer, o solo
un poco de compañía.
Se abrió la puerta y el amo
habló con suaves palabras
e hizo gestos pidiendo
a la perra que expulsara
a ese pequeño intruso.
Panda conocía efectos
de un rasguño en el hocico,
de quijotada producto
contra otro gato, que dejó
pasar esa vez sin quejas,
para que no descubrieran
su agraviado orgullo.
Miró al gato, a su amo,
hacia todos los costados,
y sin encontrar salida
para mostrar valentía,
otra vez miró a los lados,
y el estímulo encontró
que precisaba su ego.
Irguiéndose otra vez
con decisión asombrosa
y elegancia guerrera,
la perra salió corriendo
a una bella mariposa.