DEMÓDOCO

EL DRAMATURGO Y KARATECA «CINTA NEGRA»

 

[Narraciones de Claustro Universitario y Extramuros Académicos]

Por Alberto JIMÉNEZ URE

Antes del advenimiento de la «Garganta que Gritaba» [así, satíricamente, un destacado dramaturgo recuerda al difunto fetiche militar de la Devastación Venezolana del S. XXI] éramos fraternos, lo admito. Ambos muy amigos de Eduardo José Zuleta, Director de Cultura de la Universidad de Los Andes, quien había convenido con Monte Ávila Latinoamericana la publicación de dos novelas de escritores adscritos a nuestra nuestra institución académica.

-Ya recibí carta aprobatoria de la editorial caraqueña para publicarles a Excidio Peña y a ti –me comunicó, muy contento.

-Excelente –Zuleta-. Gracias por tus gestiones.

Mi hermandad con Peña fue consolidada por nuestros diálogos y complicidades relacionadas con mujeres que pretendíamos enamorar. Éramos confidentes, poco tratábamos asuntos literarios.

Una mañana me vio salir del Rectorado con una chica físicamente agraciada, estudiante de «Ciencias Jurídicas y Políticas», a la cual yo auxiliaba redactándole monografías relacionadas con el pensum académico de su carrera. Conducía su pequeño vehículo y llamaba mi atención en alta voz:

-¡Albert, Albert, Albert! –decía-. ¿A dónde van?

Detuvo su máquina de rodamiento y me acerqué para murmurarle que, si le impresionaba mi hermosa acompañante, mejor descartara la posibilidad de conocerla.

-Está bonísima, los llevaré hacia donde vayan e invitaré beber cervezas y comer pizzas –me respondió.

No me dio oportunidad de explicarle que ella padecía el Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida [SIDA] Además, la preciosa aproximó su Ser Físico al auto para extender su mano izquierda y musitar:

-Mucho gusto, mi nombre es Cielo. ¿Quién eres?

-Soy Excidio, suban, los invitaré beber y comer algo […]

Yo debía ir a mi apartamento para ocuparme de la última de mis hijas, que estaba recién nacida. Desde la parte trasera, fui testigo de la inmediata empatía entre Cielo y él. No sentí celos por ello, sino preocupación. Me dejaron en la calle donde residía y prosiguieron sin mí.

A las 5 am del siguiente día, recibí una llamada telefónica de Excidio reprochándome por no informarle con antelación que la chica tenía alguna extraña enfermedad.

-En el balcón de su apartamento, nos besábamos y apretujábamos –narró-. Bajé sus pantalones para falotrarla, pero no permitía que le viese los senos. Cuando pude quitarle la blusa, noté que tenía ulceraciones con pústulas ahí. Estoy asustado, Albert.

-Es «Sarcoma de Kaposi». Intenté, varias veces, informarte: pero, tu prisa por conquistarla me lo impidió. No creí posible que lograras avanzar tanto en el propósito de fornicar con Cielo. No desesperes. Si no hubo penetración nada sucederá. Espera quince días y hazte un examen para descartar estés infectado.

-No consumé el coito, no lo hice: sin embargo, el incidente me atormenta.

La tarde de ese día, acudió a mi Oficina de Prensa Rectoral para pedirme revisara los originales de la novela que «Monte Ávila Latinoamericana» le publicaría simultáneamente a la mía [Año 1998, Caracas] Acepté hacerlo, aun cuando nunca es buena idea. Cada hacedor debe asumir sus aciertos e imperfecciones, vivir con ellos. Inferí que podría molestarse conmigo, empero persistió tozudo.

Transcurrieron quince días y le devolví sus originales, con numerosas anotaciones en los márgenes de los folios. Ello le produjo asombro:

-Increíble, Albert –apretó fuerte mi hombro derecho-. Enmendaré el lenguaje de mi libro según tus recomendaciones.

Nuestras novelas fueron impresas. Excidio me hizo otro petitorio, que escribiese y publicase una  crítica a la suya en el «Papel Literario» de El Nacional. Lo complací, una vez más. Apareció mi comentario, que era favorable. En el primer párrafo conté, sin malas intenciones, haber tenido el privilegio de previamente leerla con el propósito de sugerirle ciertos cambios. Eso enfadó tanto a Peña que me llamó para advertirme que, en ese momento, iría buscarme y golpearme en la avenida frontal al Rectorado.

-Sabías soy karateca «cinta negra», estúpido –me intimidó telefónicamente-. Acabaré contigo. Eres un enclenque. No se te ocurra huir, llegaré en pocos minutos a tu oficina y saldrás al frente donde te daré una merecida paliza […]

Su iracundia hervía y brotaba a través del audifonovocal fijo de nuestra secretaria Nellys Castillo, quien escuchó todo.

-Ese hombre te matará, Albert –diligenció esconderme.

No acaté los consejos de Nellys y esperé al dramaturgo karateca en la parte baja del Edificio Central del Rectorado. No soy un púgil, nunca le he pegado a ningún ser humano. Soy físicamente frágil. Ofuscado, imaginé moriría en ese sitio sin poder defenderme. Todavía lo espero.