Aquí no hay musas,
solo vacas de cuero manchado
que pastan al amanecer
la finísima yerba helada.
Vacas secas, la leche
en conductos metálicos corre
como riachuelo desbocado
al pie de la ternera que tiembla.
Sensación de matadero,
-el relámpago cruza el cielo-
cruza este cielo desconocido
infectado de gasas de parturienta.
Pronto expulsaré la matriz
expulsaré el coágulo que azulea
mientras las moscas danzan
un tiempo infinito.
Mal respiro, jadeo
si miro las estrellas.
Nadie me ha tocado
-nadie me toca-
donde sea
me persigue el churre,
fango en las manos,
cada amanecer virutas
comején en la nariz,
olor a cucaracha
hasta el retrete de palo,
donde el latón de agua
sirve de espejo.
La pobreza de mis padres siega
un campo de gandules,
la infinita pobreza
en la primavera del establo
donde somos fieras de pelos erizados
sometiendo al viento este olor a humano
que da hambre a otras bestias.
La lejanía aprieta mi tripa,
mi mano ha de escribir
sin molestar a centinelas
que velan sobre condados.
Cuento grietas, estratégicamente
uso la grande y oscura
-siempre defeco y orino
antes de viaje o contienda-
he de proteger mi rótula
limpiar el heno
ascender del humus.
Espanta un rosetón violáceo
en medio del pecho
soy pájaro sin isla,
urraca de barranco
escribidora de espectros
rodeada de serpientes
que fornican y empujan,
hacia la corriente
y sin piedad me ahogan
cuando solo he pedido
pastorear rebaños
donde cae el fruto
tentador del paraíso.
del cuaderno Zupia, 2016