Un amor inmarcesible!
A mi amada Madre!
Sigue oliendo a ti la vida, más cuando tengo las hebras de tu amor en mis manos, para zurcir el camino que me llevará a encontrar la flor en el jardín de Dios. Admito que en medio del recorrido, mis sentimientos afloran y se tiñen de tristeza, sin embargo, al visualizar tu corazón convertido en sonrisa, me animo a continuar, pues eres la magna égida que marca el rumbo y distingue el destino.
Al visitar tu hogar, nuestra casa, allá en Barquisimeto, tu fragancia rondaba en la fresca tarde, y el espacio, impregnado de tu espíritu, era testigo de la conversación entre hermanos y hermanas, que invocaba tu imperecedera obra familiar. Orgullosos hablábamos de ti, y, entre la aflicción y la alegría, el sorbo del café nos acompañaba y nos daba aliento, como el que tú nos brindabas, cuando te visitábamos.
Luego me fui a Santa Rosa y en la plaza te evoqué, mirando la imagen de la Divina Pastora. Allí, frente a la iglesia, yacía, también, el aroma de la mujer consagrada a la fe. En ese bendecido lugar, tú ser inmarcesible reflejaba el esplendor que iluminaba el ir y venir de la gente que acudía al pueblo buscando una esperanza, en donde dejaste huellas indelebles, propias de la caridad y de la feligresía que te identificaron.
Más tarde, cuando regresaba a San Felipe, sentí que ibas a mi lado. Escuchaba una canción que te encantaba, porque te recordaba a Papá… \"Pueden pasar tres mil años…\", que ahora al sonar me conecta contigo. Ya en casa, percibí tu incandescencia espiritual. Brillabas y, a la par, alumbrabas la circunstancia viva de tu legado, en cuyo contexto tu bondad, tu misericordia y tu bendición, se sentían.
Sigue oliendo a ti la vida, la de todos los que venimos de tus entrañas, porque nos las diste y porque la honraste con dulzura. Sigues Mamá en cada latido y en cada instante de mi existir. Sigues incólume, igualita de amorosa, concediendo paz y luz, no obstante extrañamos tu voz, tus abrazos, tus desayunos, tu protagonismo y tu infinita bondad.