El cielo se me abre.
Piedra que late de verdor natural.
Reptiles que esconden sus cabezas
por vergüenza.
La puerta se abre al paraíso.
Miro arriba para pintarme de cristal.
El espectro me invade.
Stendhal me visita en su frenesí.
Sagrada Santa Croce barcelonesa.
La soledad me vuelca su amistad
ante tanta emoción.
Un cristo crucificado aterriza lentísimo
sobre la pista, recoge su paracaídas.
Despierto bajo una algarabía de voces
agudas que extrañan mi ausencia.
Versión más extensa.
Cristo niño me abre sus puertas de sarmiento.
Un sargazo de hojarasca y tortugas verdean la
antesala del orgasmo.
Una vagina herida vierte su feto sobre las aguas
del Jordán.
Irrumpo en la inmensidad con la vista en un cielo
imposible de mocábares infieles.
Hoy Dios me espera.
Stendhal hace acto de presencia en la escena.
Su frenesí se encarna en el mío.
Me abrumo en el detalle.
Una repentina soledad se me postula,
se ofrece necesaria, finísima piel de
melocotón difuminada sobre tonos ocres.
Mis ojos son cien charcos de rocío que ahogan
cada vivencia en un lago de agua bendita.
La sangre se me agolpa hasta el azul cobalto
que me hiere la pupila.
Vuelo sin rumbo, una marea de almas me aconseja
el camino.
Un Cristo crucificado desciende sobre la feligresía
en paracaídas. El fin del mundo pone término a un
éxtasis que adolece de relojes.
Despierto de este sueño, que se diluye en la algarabía
de niños que extrañan mi ausencia.