En un tranquilo hotel,
a mitad del camino
entre la luna y un frasco
de miradas nuevas,
ella se abrió al amor,
y entregó abundantes mieles
de su vida;
él la esperaba para conquistarle.
La incertidumbre afilo su lapiz
despejando todas las incognitas;
y como apurados dientes,
sus manos mordieron
la otra mitad que le obsequiaba
instantes,
abrazaron miles de segundos
que trotaban entre las paredes
de ese hotel a mitad de camino
entre la dicha y la confianza.
Pareciera que la eternidad
se estacionaba en sus caderas
y en las de él;
en la lengua de él y en la de ella;
en los sueños desnudos,
relamiéndose entrelazados,
esperando el nacimiento
y la muerte del ocaso.
Como un estático deseo,
la escena de los dos se movía
en la inmobilidad del tiempo, perenne,
infinitamente sempiterno,
como si el mañana
fuera un imposible,
y la noche un cuento.
Se comían en silencio,
mientras afuera,
el reloj caminaba de otra manera,
y la ciudad envidiosa
dejaba caer suspiros
que se convertian en canciones,
sobre el techo de ese hotel,
a mitad de camino
entre la felicidad y la añoranza.
Eduardo A. Bello Martínez
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