DEMÓDOCO

MARRERO NARRA «BUITRES EN LA SABANA» DESDE UNA HAMACA

 

[Narraciones de Claustro Universitario y Extramuros Académicos]

 

Por Alberto JIMÉNEZ URE

 

«Mira, Albert: no sé qué hacer con el poeta Ramón Azócar, está enloquecido por el talento y las hermosas piernas de Marisol Marrero»

(Teódulo López Meléndez en Guanare, Edo. Portuguesa-Venezuela, durante un evento literario)

La escritora adentra en el alma de sus personajes asumiéndolos fraternos, motivo por el cual estoy convencido recorrió como la demonia que es la sabana donde los buitres supieron del fallecimiento de su entrañable personaje Don Ignacio:

«[…] Dejaron al difunto cerca del cementerio, el ataúd estaba envuelto en una bandera color púrpura y, sobre ella, una boina de igual color […]» (P. 09)

Narrada sin aspavientos intelectuales ni experimentaciones lingüísticas, en la novela «Buitres en la Sabana» Marisol Marrero no intenta cosa distinta que transmutarnos hacia el escabroso «presente perpetuo» que luce «ayer» o «Existencia Trágica del Venezolano». Se presenta contestataria a partir de sucesos ficticios, o no tantos [según Arturo Mora Morales],  en la plenitud del hiperrealismo que experimentamos los desasistidos de humanismo y patria auténtica. Su personaje central Flavio asevera que el difunto odió el rojo y proscribió su empleo. Si pretende, explícitamente, luzca «Novela Política» es porque tiene los rasgos policíacos propios de la «Devastación Comunista Sudamericana» en fase terminal.

Un grupo letal e invasor masacró la ganadería del ultrajado Don Ignacio, a quien no sirvió implorar a Dios la salvación de su patrimonio y vida. Su tragedia es la nuestra, espectacularmente universalizada en las «Redes de Disociados»:

«[…] Se quedó para siempre vigilando cómo crecía la muerte en la sabana, donde una bandada de zamuros recorría los pastos como un mal sueño […]» (Ídem)

Los discursos de los personajes son alegóricos, pero otras veces lapidarios en un ámbito donde –por antojo de una minoría de vándalos- ya nadie es bienvenido en su territorio: sino vejado, atormentado y expropiado. Es decir: «inferiorizado» El Musiú Abelardo, presente en el ceremonial funesto, así lo testimonia:

«[…] En este mundo ya no hay lugar para mí, los buitres devoran la sabana […]» (Ibídem)

Marrero contó la historia meciéndose en una hamaca de su cabaña en la Colonia Tovar, presumo. Eso sentí mientras la retomaba en cada Apagón de Último Mundo. Nunca pregunto detalles baladíes a los autores que conozco personalmente y leo: no es lícito hacerlo. Empero, las tragedias también pueden celebrarse de acuerdo a tradiciones llaneras-venezolanas: con licores, arpas, cuatros, guitarras, maracas y coplas:

«[…] El gobierno anda diciendo/que por ser vieja y usada/la ley de oferta y demanda/debe ser toda cambiada […]» (P. 11)

En la trama de Buitres de la Sabana, las celebraciones son épicas: porque gloriosas somos todas las víctimas de los exterminadores que [sin permiso o previa notificación] proceden cruelmente en perjuicio de una nación impávida.

La hacedora defenestra mediante los recuerdos de quien fue Don Ignacio, pero su «avocamiento discursivo-narrativo» está enfocado en ella [Sacerdotisa] y Flavio [Interlocutor Fundamental]: plena de criollismo-coloquialismo-dramático-erótico, que igual desolador y amargo. A quien plazca la filmografía, no desencantará leerla:

«[…] Las vacas se aquietan con las notas de la guitarra, y el canto las apacigua. Se ponen más obedientes y sumisas para dejarse ordeñar […]» (P. 132)