Recuerdo aquella tarde de verano
cuando tomé mis alas de hielo,
del armario,
para volar en busca del regalo
que había olvidado en el calor
de tu lecho.
Entré por la ventana abierta y te vi.
Continuabas tendida entre las sábanas
abrazando un cuerpo invisible.
Recogí unas lágrimas que escapaban
de tus pupilas cerradas
y, también, unos suspiros misteriosos,
de tus labios.
Luego intenté regresar a mis sueños,
volar de nuevo a las cenizas de mi casa,
pero las alas estaban consumidas
por el calor y el tiempo
y solo quedaba, de ellas,
un charco de agua en el suelo.
Rafael Sánchez Ortega ©
25/08/18