Mientras más exquisito sea el placer,
menos necesita de una teoría.
Dejar sobre el nochero un portarretratos
con la imagen del joven cuyos besos
apenas se han probado,
o con la del hombre maduro
cuya barba sugiere un cosquilleo exquisito.
Talvez con el rostro insinuante de la mejor amiga.
Agregar a este primer paso un baño fresco...
o tibio según las circunstancias,
antes de aplicar sobre la piel todavía húmeda
el perfume o la loción escogidos.
Volver a la habitación
envuelta en suave y fina toalla
(aunque mejor sin ella
como Venus cuando sale de las espumas del mar).
Disponer de inmediato los cojines y las sábanas
para crear dentro del recinto una atmósfera propicia
que ayude en todo caso a la futura felicidad.
Enseguida, respirar profundo, relajarse.
Mirar hacia el cielo raso, como si el mismo Zeus
hubiera prometido recostarse en el mullido vientre,
o algún sátiro ansioso recordar con sus premuras
el verdadero camino de la felicidad.
A continuación separar las rodillas sin temores
y permitir que la luz de la tarde o la penumbra
acaricie minuciosa los muslos atezados.
Resbalar después con lentitud las manos
y hacer círculos sensuales alrededor del ombligo.
Como en ese punto la temperatura es cálida,
sobre todo si la estación es primavera,
puede iniciarse sin pausa el descenso definitivo.
Se mirarán alternativamente el movimiento
de los dedos y la imagen del portarretratos,
hasta que surja el capullo (como un danzarín
enloquecido por el fuego de los temblores íntimos)
y derrame sin escrúpulo su copa nectárea y su ambrosía.