Sostuve tu cabeza firme,
me ajusté a tu cintura;
sentí el calor de tu pecho
y me revolqué en el pasto
de las miradas curiosas
que pasaban a nuestro lado.
Te miré con toda la fuerza
que la cobarde valentía
pudo jamás haberme dado;
te apreté con mis brazos
y mis manos te estrujaron,
esculpíendose en tu espalda
las vocales de mis manos.
Te besé con el dulce fuego
de mis labios de canela.
Abrí la granada, mordí la fresa,
degusté el mosto de la uva,
saboreé tu roja cereza
que embriagó mi viñedo
y me perdió en el firmamento.
Te bebí enteramente y sin recato,
entintado de la sangre tortuosa
que jamás me deja dormir;
pues, al que enamorado está
de ese ángel más que celestial,
no le queda más remedio,
que consolarse de tu recuerdo
en los lagares del olvido.
Te dejé matarme con ternura,
con los recuerdos de nobleza
que atravesaron mi cabeza;
mi voluntad se fue esfumando
al compás de la música
de \"tus goces y tus roces\".
Mi lógica, riéndose, me abandonó,
y la maldije por su traición,
pues me entregó, sin reparo,
a las plantas de tus pies besados.
La noche me rodeó cómplice
de la demencia del romance;
te tuve a merced de mi lecho,
bajo la bendición del Altísimo.
La paloma dechada de pureza
devoró mi torpe nerviosismo,
me abrió las puertas de su hogar,
cuando vi en ella, el fin de mi camino.
Daniel E. Mendoza C.