Las libélulas ya no se bañan alegres en tu río,
los tepocates ya no quieren tus charcos,
y los maromeros se sumergen en ellos.
O tal vez las ranas ya no cantan
porque el agua es poca.
Los peces muerden el anzuelo,
incluso se ahogan en su misma corriente.
Las vacas ya no mugen en tus praderas,
las gallinas desentierran las últimas lombrices,
los puercos se atascan en el último lodo,
los burros ya no rebuznan,
ni relinchan los caballos.
Tus parotas y ceibas ya no las acaricia el viento,
y las golondrinas, tórtolas, y zanates, con él,
vuelan despavoridos sin tregua ni descanso,
buscando la primavera o quizá el verano,
pero como esperando el milagro del retorno.
La neblina cada vez te cubre más y más, y más.
La lluvia empapa a un suelo sin pisadas.
Tus milpas dejan caer sus hojas
mordidas por las tijeretas.
Y tus flores ya no las liba el colibrí.
La brisa sacude las ramas mojadas de tus árboles
provocando una breve y espesa lluvia,
y el agua que gotea de tus tejados
son las lágrimas de tu luna,
de tu cielo que solloza.
Todo se soltó, nada se amarra a tus enredaderas.
Tus perros se olvidan de ladrar,
los grillos cantan tristes en la tétrica noche,
y los gallos sin aliento en la opacada aurora.
El río se queja en su murmullo.
En tus lomas, cerros y montañas,
se escucha el eco de los truenos de esta tormenta.
Y solo estoy esperando el milagro de que escampe.
Por ahora, ¡oh pueblo mío!, tus lágrimas yo lloro.
¡Oh tierra querida!, tu dolor yo sufro,
mientras espero el milagro.