La revolución cultural mandó a
mucho intelectuales a cuidar cerdos,
a recoger estiércol, mientras Mao
sobrevivía a todas las hambrunas,
escribía su libro rojo que los turistas
compraban como un souvenir en la
alambrada que separaba Hong Kong
de la China Popular, Mao ante el mundo
era el superhombre que aún anciano,
presumía de su virilidad con las núbiles
como cualquier déspota paraguayo, se
bañaba en ríos caudalosos para desanimar
a sus enemigos, mientras incontables miles
de chinos se desparramaban por el mundo,
entraban en los puertos de occidente, donde
firmemente hacinádos en las bodegas de los
mercantes, antes del último viaje al desguáze,
siguieron viviendo como ratas escondidas en
sótanos, iban ascendiendo hacia el aire, según
iban pagando las deudas casi eternas de largo
viaje! Cuanta paciencia! !Cuanta sumisión!
cuanta estudiada humildad detrás de esa cortesía
oriental. Y llegó la Olimpiada, el mundo quedó
estupefacto ante tanto fasto, ya todo ha terminado,
el brillo, la muchedumbre ha dejado paso al silencio
lúgubre de Tan Namen.