Dédalo e Ícaro
Enroscado, calcinado, estatua de sal color ceniza, amarga, muerta o casi.
¡Hay pobre Dédalo ¡ ¡Cuánto habrá llorado a su hijo!
Estúpido pensar errado, eras codicioso eras ruin egocentrista y avaro, genio sin rumbo es genio desperdiciado, creador de cosas vacías pues todas terminaban destruidas por propias averías.
No distingues ni por patria ni por familia, ¿y qué culpa tiene el fruto joven de tu celo? ¿Para qué condenarlo a morir tras del mar como el atardecer? Pobre el destino de la perdiz no sorteó el oleaje, desde entonces teme a la recaída y al océano bravo que con bravura de ti se vengó.
Es igual de fría la luz de la luna que la última color dorado pálido con la que muere el día. Encerrado en una torre entendiste que para ti los días pasan muy rápido.
Y herviste la piel del monarca. Minos pecador maldito como tú, ruin y con el corazón infectado. El poder fue corona de mil libras que aplastó el cráneo del rey de los laberintos y del minotauro.
A ti te quedó tu nombre, tus pecados, las náuseas provocadas por el reflejo en agua clara donde en vez de rostro ves un vacío y sientes entonces que te mojan el corazón en frío.
El compás fue derivado de tu obstinación en dibujar círculos, así sentías el recorrer de tus pasos, extrañando tanto que aprendiste a caminar con los ojos cerrados.
Siempre presente en ti el miedo a morir con el pesar de no haberlo resuelto, de nunca haber podido hacer el arreglo y el amargo saber que a pesar de todo a costo de la vida y la sonrisa aguantó el peso, nunca nada negó.
Contagiaste con un murmullo y manchaste un corazón si el jilguero a ras de sueños murió es porque a ciegas creyó en tus mentiras.
¡Pobre Ícaro! ¡En realidad la pena debería ser para ti! Tú que pasaste a ser el pecador de agonía y soberbia repleto en calumnia denunciado, cuando era libertad lo que inflaba tu pecho.
No tuviste labios que devorarán tus entrañas, nunca tuviste el olor a piel en tu piel, tristemente nunca probaste los besos ni la tácita textura de los labios.
Que te quede el consuelo que tu caída fue tan fuerte que hundiste y pronunciaste la tierra, así nacieron los ángeles caídos y así también atrajiste la piedad de la fuerza pues Heracles en persona sepultó tu quebrada osamenta.
Durante la caída se dice, la perdiz cantó de nuevo agría burla para desolar al embustero pero sólo tú sabes que el canto era sentido, melancólica sonata a las mismas horas en que nacía cruda la tarde, bienvenida de tu primo muerto bienvenida de un ave que cómo tú tampoco debería haber muerto.
Pobre jilguero como su cara roja, rojo termino su cuerpo, incandescente brillo que cayó sobre la piel del mar después de arder y arder, y ser sólo brizna al caer.