Despertar.
Me muevo en pasillos de aristas cada vez más angostas. Todo a mi rededor luce opaco y huele a plomo. A cada pesado paso me invade una omnipresente sensación de vértigo.
Miles de navajas y voces saturan el viento con escarnios desollando una, otra, y otra vez mis piernas y mis brazos.
Intempestivas llamas empiezan a morderme todos los bordes del cuerpo, me somete un gigantesco sol negro que escose también mi rostro completo.
Estoy desesperado porque es con frío con lo que quema este cielo rojo, está aplastándome este mundo roto y mis tímpanos revientan y refinan amarguísimos pesares y pensamientos.
Estoy atrapado en medio de un grito, un cuervo mira y grazna para despedirse de mi sombra que lentamente se diluye en la lluvia acida.
El suelo es azufre y en él me hundo, ése fango carnívoro me come de a poco y mi alma en lo más profundo se acicala.
Como si siempre hubieran estado allí, solemnes y mudos, resignados al dolor, árboles que arden y que incendian los campos de un hermoso e imponente azul como si fuera la pluma de un córvido índigo que se quedó en el lomo del toro blanco sobre el cual estaba posado.
De entre las llamas celestes una silueta parecida a una estrella nace justo en la raíz del horizonte y caigo en la cuenta que el secuestro de Europa puede tener también esta imagen y tu nombre.
Un inmenso ojo azul me mira al centro desde el centro y yo me vuelvo transparente desde adentro. Son de sangre las gotas que resbalan de mi hombro al suelo y no tengo una hoja que sacrificar para ti en este momento, el colmo del poeta agotado.
Y es entonces que la luz me traspasa, me invade y me succiona. Recorro demasiado espacio, demasiado tiempo.
Cuando la luminosidad me escupe siento vaho dulce como un vaporoso paño de seda sobre mi frente, al fin abro los ojos y contemplo nuevamente a Dios y eres tú, tu beso y tu voz que me trajeron de regreso.