Demasiado apego le tengo al dolor, al llanto, a la melancolía.
A las emociones fuertes que me propulsan de vuelta a la vida.
Siento amor por el derrumbe.
No soy una loba esteparia pero podría ser tranquilamente un ave carroñera, sobrevolando los picos montañosos y escrutando el vacío con hambre.
Y así me encuentro en repetidas ocasiones durante el día. En el trabajo, al despertar, e incluso leyendo, me quedo mirando a la nada con ojos vacíos, leo la misma palabra, una y otra vez, una y otra vez, hasta que ésta se despega de los papeles e invade mis pupilas.
Y hasta la palabra más sonoramente estúpida como \"escarabajo\" se me queda clavada detras de los ojos.
Pero hay veces, -muy pocas veces- en las que la existencia obra su magia, siendo una sola y ridícula palabra, capaz de abrir el portón que paso horas y horas buscando desesperada, y demasiado consciente, cuando necesito escapar del día, de la vida, de la rutina.
Está enterrado entre lo más profundo de mis sesos.
Y emerge sin esfuerzo, y cruzarlo me lleva a otro plano, dónde remolinos de pensamientos surgen y se entrelazan, hasta que me olvido de mí y de la existencia. En ese preciso momento es cuando vienen todas las respuestas que buscaba, aparecen ante mí. Me maravillan, me devuelven la vehemencia que necesitaba.
Y por fin abro los ojos, cundo éstos se colman otra vez de sentido. Sin embargo, el vacío huye despavorido, y así es como se esfuma todo rastro de ida y vuelta hacia ese lugar que me encoge el pecho de emoción.
Vuelvo a la rutina, a contemplar el frío en el exterior, angustiada por la traición de mi propia memoria. Otra vez los despertares lánguidos. Otra vez la pereza de responder a los estímulos. Otra vez se apelmazan las sensaciones.
Nunca sé, ni sabré, donde he estado.
Y sé que es el dolor quien siempre me trae de vuelta a ser consciente.
Dolorosamente consciente.
¿Por qué será?
¿Por qué amaré el dolor tanto como me duele estar viva?