El clamor en los cielos porque no llega
y cuando llegue, será su desmoronamiento,
su caída a besar el suelo, lejos ya de la rama,
entregado el otoño a darse desapareciendo.
¿Qué triste aleteo da la hoja, para ir a morir
a la luz escudriñadora del sol tibio, del tamiz?
Los árboles en otoño vienen a claudicar ante mí,
contrabandistas cazados en la frontera de las estaciones.
Entregan sus pertenencias y caminan desnudos,
azorados unos entre otros, de cara a los muros
que los miran sin entender nada, sosteniendo bulos
sobre el tiempo en que fueron como peces de colores.
Ven, hoja solitaria que vas buscando
un aposento en el que guardar tus labios.
Ven, tierra que buscas el recuerdo del verano
que te abrigue, desde dentro, de la hiel que vendrá.
Acaba cada árbol por sostener su caída,
acaba cada rama por sostenerse desnuda,
palpita el suelo al llegarle tanta piel muda
con la que romper su reflejo en el cielo.
No hay mayor dádiva que la que se hace sola
y sola entretiene la espera hasta que, loca,
cae en el regazo de la flor, para que venga otra
a sepultarla, en la tierra que será para todos leve.
La carcasa de los árboles se viste de letanía,
una oración para quien sepa recordar la lejanía,
el caballo sordo, la lluvia que cala con su manía
de reblandecer los campos y silenciar la pisada.
¡Ven, rama mojada sin grito alguno que escueza!
¡Ven, contigo haremos la llama que retenga
la débil arquitectura que se dibuja en la hoguera!
Ven, pues lo duro muere en el fuego que lo mece.
Todo, en el otoño, son entregas de un amante
a quien nadie hace caso. Sin saberlo, él yace
sonámbulo de su ilusión, perenne mientras cae
en el frío que llegará con su monotonía de cristal golpeado.
Alguien llamará a las ventanas y no sabremos qué hacer.
Tú, quizás, vendrás hasta la puerta y arrojarás, para ver
si alguien duerme dentro, caracolas tapadas con pez,
silenciadas, dormidas en el desengaño de la tierra con la altura.