Cuando nací (marzo 2 de 1938),
El Marqués devoraba horizontes, mar abierto.
Su casco había sido restaurado por unos ingleses
entusiastas de la navegación a vela,
que intentaban cruzar sin contratiempos
las turbulentas aguas de la Tierra del Fuego.
En mi adolescencia
tuve la suerte de ser uno entre su marinería;
realizábamos periplos por aguas del Caribe,
con millares de turistas en cada primavera.
A mediados de 1971 fuimos sorprendidos
con todas las lonas desplegadas
por vientos huracanados de 130 k.p.h.,
saliendo indemnes de la prueba.
Participamos en regatas de 800 millas,
entre San Juan y Bermudas,
reviviendo viejas glorias
con 39 veleros de 20 nacionalidades.
Éramos siete hombres y una cocinera,
de largas melenas tostadas por el Sol,
a la usanza de antiguos bucaneros.
Esa noche
las banderolas jugaban con la brisa
y hasta el último trapo estaba izado,
mientras íbamos seguros hacia el Norte.
A las doce subí al puesto de mando;
un fuerte chubasco me azotó
y a las lluvias siguieron las galernas.
Una ráfaga con fuerza desmedida
tendió los palos sobre las olas.
Torrentes de agua irrumpieron contra el puente,
penetrando por las escotillas;
el timón no alcanzó a morder
antes de suspenderse en el aire,
y el barco escoró como caído del cielo.
¡Quiten las velas! gritó uno.
¡Todos a cubierta! ordené yo.
En unos cuantos minutos,
El Marqués moría bajo la faz del océano.
Sobre un bote salvavidas
defendimos nuestra última esperanza,
confiando en que las luces de bengala,
o el S.O.S. lanzado momentos antes,
hubiesen sido captados por algún otro navío.