Hace más de 400 años
los barcos negreros empezaban a zarpar
de los puertos de África hacia América del Sur,
con los que más tarde serían
medio millón de seres, aproximadamente.
Tuve la oportunidad de conocer,
en uno de mis frecuentes viajes,
el fuerte de San Jorge Elmina,
construido por los portugueses
sobre las costas de Ghana.
Y asegurar
que en el húmedo ambiente de las celdas
donde los prisioneros esperaban
antes de ser embarcados en pataches,
podía respirarse sin esfuerzo
todo el infierno de Dante.
Hombres, mujeres y niños
empacados de seis en seis,
tras una escala en las Canarias,
continuaban el viaje entre cadenas,
grillos y argollas a su terrible destino.
En lo profundo de las carabelas,
su angustia no alcanzaba a estremecer la Luna.
¡Hasta el Sol los tenía abandonados!
Una cazuela de harina con un poco de agua
cada 24 horas, era todo su alimento.
Cuando algunas heridas, causadas por azotes,
comenzaban a ulcerarse,
recibían como tópico sólo sulfato de cobre.
Ese vaho de muerte
se mezclaba con plegarias junto a la tripulación.
Sabíamos que la esclavitud había sido infernal,
¡pero nunca imaginamos que lo hubiera sido tanto!,
dijo Granman Gazon,
jefe de los cimarrones o palenqueros diukas.