En la azufrada atmósfera, como tridente infernal,
sobre vergas y mástiles ardiendo,
los gigantescos cirios lucen lenguas azules
de electrizante fuego.
¡Maldita sea la noche! revienta un marinero.
¡Que se la trague el mar! responden los grumetes.
Van todos a cubierta: los hombres y las llamas.
El capitán – vesánico –, gozando la tormenta,
grita estentóreamente: ¡Fuego de Santelmo!
Y pronto las miradas se vuelven hacia el cielo,
como pidiendo en bloque que cese aquella furia
de resplandores trífidos.
Hendidas por el rayo, las velas y velachos
se agitan sobre el barco.
Cansadas, en lo alto de sus fuertes pescantes,
las balleneras huyen por siempre, a sotavento.
¡Mala leche las pudra! maldice un arponero,
mientras el otro canta con meliflua voz:
¡Qué suave brisa sopla sobre este dulce océano;
me llena la memoria del hijo de Laertes!
En tanto el capitán persiste como un trueno
rugiendo enajenado bajo el febril relámpago:
¡Fuego de Santelmo! ¡Fuego de Santelmo.