Hoy, paseando,
con todos mis sentidos
he reparado
en la mujer perfecta,
de metro setenta y dos.
Llámame pervertido.
De arriba a abajo
-en mi imaginación-
la he desnudado.
No solo de la ropa.
De carne y sangre
y hasta de queratina
la he despojado.
¡Vaya que huesos!
Los fémures turgentes
y un par de tibias
que ya quisiera,
el más feroz pirata
colgar en su bandera.
Ese conjunto
que forma la cadera.
Con cuyo movimiento,
a todos los soldados
se les levanta
el arma de sus manos
para abrazarla.
Y viendo el cráneo,
tan blanco y reluciente,
con sus dos temporales,
sus parietales,
frontal y occipital,
que ganas dan
tomarlo y proclamar
que la cuestión no es ser
ni el Ser es la cuestión.
Al cabo de la calle,
refrenar mis instintos,
no he podido.
Y con mis propias manos,
a su esternón
tratando de llegar,
he palpado de frente
su costillar.
Paralizada ha sido.
mi pretensión.
Con sus metacarpianos,
las falanges distales ,
y las mediales,
prietas las proximales,
en un puño ha cerrado.
Tal golpe me ha asestado
que, como en la era el grano
mis muelas ha aventado.
Y yo que no soy franco,
ni seré, ni lo he sido.
He de decir y digo,
que contra esas falanges,
ni el Ejercito Rojo
habría podido.
Desde el suelo la admiro.
Sus cúbitos y radios
con sus húmeros, son
como aspas de molino.
Así se aleja
moviendo el maxilar
mientras me deja
inerte, en posición
decúbito supino.