Antes de mi primer encuentro con la música culta
no percibía que fuera de la cotidianidád desesperanzadóra
de mis años jóvenes, hubiera lugar para soñar fuera de
la copla, llena de requiebros, piropos, desaires, infidelidades
y amores mal pagados, pero había otra música, otras
sensibilidades, otras voces que habían sido educadas
y mimadas en la comodidad mínima de la pequeña
burguesía, voces que por fortuna descubrí casualmente
como si me hubiera colado en una fiesta sin invitacíón.
Confundí la opera Marina con una comedia frívola, y
gracias a ese desconocimiento mío de la lírica,
aprendí a cantar ese brindis que invita a olvidar las
penas del amor y que entoné tantas veces en la orilla
del río acompañado de algún que otro soñador, mi
bautizo como melómano fue solitario, mi gozo una
experiencia íntima que ocurrió gracias a mi ignorancia
en una tarde dorada de un lejano otoño.