Angélica Contreras

LA PRIMERA VEZ.

 

Desde lo alto de la montaña,

allá donde brota el más diminuto manantial

pasando por arroyos y veneros

guarecida sierra adentro,

está la memoria de nuestros cuerpos.

 

Entre piedras, bosques y montañas,

más allá de cerros y cantiles,

apareciste mujer

de belleza incontrastable,

de belleza callada,

y mirada indescriptible.

 

Ya cerca del valle,

anduve contigo,

y pude ver como se perdían tus huellas

en la arena,

como una mujer invisible.

Y contemplamos puentes,

vados y acueductos,

y al haber extraviado nuestros pasos,

dijiste “aquí”, y me sentí tuyo.

 

A unos pasos de la arena,

escuchamos el sonido de los peces

en las aguas,

mientras cambiaban nuestras temperaturas,

justo cuando estaba perdido

en el color de tus ojos grandes,

redondos, aceitunas

 

¡Mujer de ojos misteriosos,

te hice mía!,

con el torso descubierto,

cuando las yemas de mis dedos

tocaron tu cuerpo,

sujetando tu cabello,

lacio, negro, suelto,

despojando nuestras prendas de colores,

dejándolas caer,

sobre las piedras y las flores.

 

¡Y mira!,

sobrevoló tu cuerpo en la superficie

que se mecía como vaivén

de corrientes subterráneas,

mientras escuchaba el sonido de tus palabras,

agotadas, como las aves de variados cantos,

junto a los aromas de las flores,

y sí, los lirios, los framboyanes y las azucenas

fueron testigos, de la desnudez

de tu belleza.

 

Encajado abajo en tu carne,

nos volvimos corriente

que podía volverse desbordable.

Y pude sentir en tu cuerpo

un mar adentro,

puerto, costa,

húmeda, mía, mía,

temblorosa.

 

Tus gestos,

eran como estar al pie de la bocana el río

cualquier día de estos,

campantes de hacer lo que hicimos

como en la juventud de nuestros años,

saboreando las marcas del tiempo

que probé con mis labios,

en tu vientre, abajo, lento.

Y regué corrientes dentro de ti,

porque un hombre joven nacía dentro de mí,

a la frescura del sol,

cuando tu risa enloqueció

con tus piernas en inundación,

con tus latidos en exaltación,

y tu cadera toda, enchinada,

se derramó.

 

Hay hundimientos,

estruendos y murmullos,

que emite y provoca la corriente,

y el volumen de tus gemidos en mi oído

los convirtió tan solo en deslaves silenciosos,

y tu susurro me lo dijo,

cuando la lluvia enriqueció el momento:

“Me has hecho toda tuya, dentro”.

Y entonces un río salía de mi cuerpo,

que dejé viajar por tus senos

como entre cerros y montañas

con tu mirada hacia mí,

como una escalera al cielo,

y lo dije:

“He sido tuyo, todo, pleno.”

 

En ese breve instante,

fuimos parte del paisaje,

te abrace en silencio,

y bese la comisura de tus labios,

comprendí que estar entre tus piernas,

sería el manantial, que resurge mar adentro,

hasta siempre,

mi viento, mi mar, mi cielo,

y un templo.

 

Dejando un paisaje goloso

con tus gemidos aferrados a mis tímpanos,

y tu cuerpo como una fruta,

un maná, una vianda

con gusto a paraíso eterno.

 

Te volveré a tener,

y entre nuestros cuerpos,

se creará otro nuevo universo,

un mar, un beso, un encuentro,

lo sé…

volverás a ser nuevamente mía

como la primera vez.