–Son las olas.
Son las olas invitando para el baile.
–Si las olas fueran hembras,
como aquellas hembras hábiles que seducen en los puertos,
moriría entre sus brazos al vaivén de sus caderas.
–Nada más dulce en el mundo
que aquellos breves atisbos de unos pechos tembladores
como racimos hinchados y maduros, al acecho.
–No hables así ¡por Neptuno! de tan sabrosas delicias.
–Oh, labios de rojo infierno: quisiera tenerlos todos,
que una noche ardiente fuera esta noche en alta mar.
–¡Salud, santa desnudez de todas las bailadoras!
Tahití de suaves velos entre atezadas colinas.
–Locura de tibio ardor nacida en lejanas selvas.
¡Oh, vida desperdiciada, raída, marchita y ciega!
–¡Ay de mí! Ya no podremos ver la costa nuevamente,
si hemos de morir tan pronto
con la garganta hasta el tope de brandy añejo y tormenta.
–Arriba luces y truenos sobre nuestras rotas velas.
Cómo esbeltean las olas contra el lamoso costado,
que hasta la propia amurada siente su próximo fin.
–Desenvainaron su espada los Poseidones del Ártico
para caer como rayos sobre nuestro viejo barco.
–¡Cruje! ¡Cruje, barco anciano! Pero aunque crujas te hundes.
Ya se acabaron los soles que deslumbraban tus jarcias.
–No es necesario, por tanto, hacer tensión en escotas
para enjaular las galernas como si fuesen albatros.
Si hemos de morir mañana, mejor es hacerlo ahora.
–No tienes miedo; eres duro como los hielos del Norte.
Para mí que sea el arpón el que doblegue mi cuerpo
sobre estas aguas saladas.
–Cómo te saltas la tromba, ¡vaya, viejo formidable!
Si hemos de cazar la fiera, que no se nos haga tarde.
–Barco pobre. ¡Pobre barco! Repleto de ron y escoria.
Todo dormirá en el fondo cubierto de oscuras algas
porque dos marinos ebrios decidieron esta noche
arrojar fuera de borda los restos de muchos viajes,
varios puertos y una historia.