Me descubro a mi mismo sonriendo estúpidamente, sin motivo alguno.
La luz, que la persiana no puede ocultar,
ilumina levemente la mitad de mi rostro.
Un rostro marcado por el dolor, carente de ilusión y de vida.
Mi pulso frágil apenas me permite escribir una sombra
de lo que inunda mi mente,
esa cárcel de recuerdos, de venganza y de odio.
Alguien solía decir: "Hay peores cárceles que las palabras".
Ahora solo espero pacientemente que un ángel me bese los labios y que,
cual ave fénix, pueda renacer de mis cenizas.