Verano Brisas

MINÚSCULA SAGA EN EL SUEÑO DE UN MARINO ALUCINADO

 

Partí con mi tripulación hace milenios

por insondados mares,

en busca de países fabulosos.

Surcamos aguas del Norte y del Sur

hacia el Levante. Las de Occidente

vieron cruzar nuestras veloces naves

como gaviotas rasantes en la espuma,

desde el grandioso Amazonas

hasta las costas de Arabia,

desde China hasta Norteamérica,

desde la hermosa Noruega hasta Vinlandia.

Partiendo de Dinamarca llegamos hasta México.

 

En la potente flota del faraón Necao II

circunnavegamos toda el África,

saliendo de Guéber por el Mar Rojo

y terminando en Sidón sobre el Mediterráneo.

En compañía del gran cartaginés Hannón

iniciamos un periplo que llegó

hasta la isla de Fernando Poo.

¿Por dónde no navegaríamos?

 

Encontramos culturas primitivas

y otras muy avanzadas.

En Yucatán y Perú

crecían sociedades más complejas

cuyas tecnologías anunciaban

refinadas evoluciones preincaicas.

 

La leyenda de Quetzalcóatl,

como ente civilizador,

ofreciendo mariposas a los dioses,

fue fruto de nuestras enseñanzas.

Noche negra para el espíritu de Quetzalcóatl

fue compartir por embriaguez

el lecho con su propia hermana.

Ningún espejo se mostró tan cruel

con los pecados incestuosos de la realeza.

 

Llegamos en tiempos muy remotos,

con los celtas, los fenicios, los judíos,

incluso con los nipones,

los egipcios y los chinos,

hasta las óptimas tierras de América del Sur.

 

Vestigios de caracteres rúnicos

en la imagen de un personaje legendario,

grabados sobre las rocas, al este de Paraguay,

aseguran nuestra dispersión vikinga,

cuando con velas desplegadas

quisimos navegar hacia Islandia.

 

Una tormenta de días y de noches

desvió nuestro rumbo

hasta las costas donde empieza

la impenetrable selva sofocante.

 

Itinerarios comprobados e hipotéticos

son el resultado de nuestras muchas hazañas.

Recuerdo ahora cómo mis hombres gozaban

con las inscripciones, serpientes y discos solares

descubiertos en el fondo de las cuevas.

 

En el lejano reino de los Incas,

entre las altas montañas,

dejamos también nuestra leyenda:

Algunas balsas de junco,

restos de barba y mechones de cabello

junto a las rudas pieles con que nos cubríamos.

 

Por el estrecho de Bering regresamos a Siberia

aprovechando el ciclo de las glaciaciones.

Cazábamos y pescábamos a través de las estepas

con nativos que se aventuraban en busca de sus piezas.

Ese inmenso puente de hielo, uniendo los dos mundos

desde hace más de 40.000 años,

mantiene el paso firme para los exploradores

que requieren la existencia de caminos regulares.

 

Al principio navegábamos sin brújula

guiados apenas por las brillantes estrellas,

procedimiento adecuado para el cabotaje

pero no para meterse en el océano

y cruzar miles de kilómetros ausentes de la tierra.

 

Realizábamos portulanos muy exactos

partiendo de documentos más antiguos

procedentes de la gran biblioteca de Alejandría

y de nuestra propia experiencia y conocimiento.

 

Diodoro de Sicilia nos aseguró

que había una isla montañosa, vasta y fértil,

surcada por ríos navegables,

más allá de los mares africanos,

después de traspasar las Columnas de Hércules.

Allí dejamos la siguiente inscripción:

Somos cananeos de Sidón

originarios de la ciudad del Rey Mercader.

Vinimos a parar a esta isla lejana y montañosa.

Sacrificamos a los dioses un adolescente

en el año 19 de nuestro poderoso rey Hiram.

Zarpamos de Esyón-Guéber, en el Mar Rojo,

y hemos navegado en diez naves

permaneciendo sobre el agua durante dos años

en ruta alrededor de África.

Pero la mano de Baal nos separó

y así llegamos doce hombres y tres mujeres

hasta la “Isla de Hierro”.

¿Acaso a mí como jefe de la tripulación

me es posible desertar? ¡De ningún modo!

¡Que los dioses nos asistan!

 

Como budistas partimos a Fusang,

paraíso situado en otra orilla del océano Oriental.

Nuestro pequeño junco,

llevado hasta California por las rápidas corrientes,

terminó su larga travesía por el Pacífico Norte

no exento de fuertes tempestades.

 

Hallamos un pueblo trabajador que no tenía ciudades

y detestaba la guerra.

Encontramos también el árbol de Fusang

con sus brotes comestibles más sabrosos que el bambú.

Con su corteza confeccionamos telas

que luego utilizamos para un nuevo velamen,

construimos viviendas y fabricamos papel.

 

Al regresar a China

llevamos como presente al emperador Han

300 libras de seda,

producto de aquel maravilloso árbol.

Futuras investigaciones probarán

la expansión marítima del Asia.

 

Empujados por tempestades o vientos calurosos

proseguimos nuestras aventuras

por los secretos pasadizos del mundo.

En los años de Eric el Rojo y de su hijo Leif

hicimos recorridos de innumerables kilómetros,

con el fin de alcanzar unos islotes

de cuya existencia teníamos noticia.

Arribamos a países de verdes praderas

y pendientes cubiertas de tupidos bosques,

donde focas y morsas retozaban en los fiordos.

 

Eric regresó a Islandia, pero mi tripulación y yo

decidimos quedarnos algún tiempo,

estimulados por aquella tierra hermosa

que mi segundo de a bordo denominó Groenlandia.

 

Hacíamos excursiones navegando a la deriva

acosados por las nieblas y los vientos del norte.

En ocasiones divisábamos costas ignoradas

con suaves elevaciones y arboledas

diferentes a las de Groenlandia.

 

Recorrimos a la inversa

la ruta de muchos navegantes

descubriendo lagos y nuevos litorales

adornados con playas de fina arena blanca.

En algunos de sus fondos varamos nuestras naves

aprovechando la marea baja.

Cuando subía

remontábamos el curso de los ríos

en busca de leña para nuestra lumbre.

Abundaba el salmón y el invierno era tan suave

que el ganado vivía a la intemperie.

Hasta en el más breve día del año el sol brillaba

desde la hora del almuerzo hasta la noche.

 

Cierta vez, el timonel hizo un descubrimiento:

¡ V i ñ e d o s !

Al despuntar la primavera

llenamos las bodegas con la divina esencia

y cargamos la nao con excelente madera.

 

Olvidaba decir cómo era nuestro barco:

Mezcla de knorr vikingo y de galera fenicia,

tenía algo de carabela española y junco chino;

35 metros de eslora

con elevado puente y una curiosa proa,

tablazón de ciprés y remos de encina.

Mástil de cedro como palo mayor,

con su vela cuadra, de lana.

El palo delantero lucía vela latina

y el árbol posterior llevaba la cangreja.

Un techo redondeado, a manera de seta,

cubría casi un tercio de la cabina de popa.

En resumen,

íbamos preparados para navegación de altura.

 

Después de muchos viajes, de ires y venires,

quedamos en América.

Dejamos el mar (no para siempre)

y penetramos como agujas por incontables ríos.

Los deltas, las arenas, los bosques, los meandros

nos fueron alejando de la costa.

 

Y remontamos selvas, remolinos y desvíos

con la ambición a cuestas.

Descubrimos nevados, abismos y volcanes;

el paso por los Andes fue una epopeya incierta

pero lo recorrimos con un valor suicida

fundando mil poblados entre la manigua.

 

Con alas extendidas, el cóndor

nos hizo muchas veces la sombra necesaria

para evitar el sol, ardiente y resecante,

o las tupidas lluvias de ciclo interminable.

 

Al mar nunca volvimos. Nuestros viajes

se fueron transformando en pura fantasía.

 

Al despertar,

el barco en que viajaba era una nuez partida

luchando con las olas del Atlántico furioso,

negro y profundo como la noche invernal.