Llegué con mis naves (6 en total)
por el valle ondulatorio del gran océano Atlántico
hasta la desembocadura del imponente Amazonas.
Había con la tripulación notado ya
el color diferente de las aguas, su sabor dulce
y la variedad de la fauna marina tropical
junto a una humedad selvática
que pronto tendríamos que sufrir a plenitud.
Penetramos, todavía con viento en popa,
por las fauces de ese monstruo caudaloso,
aletargado y rojizo,
cuyos brazos robustos estrechaban nuestros barcos
como amantes en plan de despedida.
Pasados unos días, la selva oscura,
primitiva y cautivante palpitaba misteriosa
repleta de pájaros y fieras.
Profundo, sin embargo, el claro sueño
estaba a punto de tornarse en pesadilla,
aunque las aves, la tripulación y el cielo,
la manigua y yo,
formábamos un conjunto armonioso,
duplicado por el vuelo de las guacamayas,
el salto de los micos y el reptar de las serpientes.
Viajábamos río arriba en busca del país imaginado
cuyas ciudades brotarían como flores encantadas
en la mitad de la selva.
Sin agotamiento, con esa lucidez
que sólo pueden dar los forjadores del sueño,
llegamos sin contratiempos al término del viaje.
Cerca de las cenagosas riberas
presentimos las ruinas de una antigua población
surgida, seguramente, hace cuatro o cinco milenios.
Bajo el hierro de mis compañeros
saltó como un destello el asombroso pasado,
clave de una historia que se daba por perdida.
Gratitud para los valientes exploradores
que arribaron conmigo del otro lado del mar.
Nuestra sorpresa fue inmensa cuando al excavar
se reveló la existencia de una cultura urbana,
de una civilización ligada al río,
tan vasta como las de Egipto y Mesopotamia,
aunque algún duende maligno intentó crear
por pura complacencia, un abstruso jeroglífico,
para enredarlo todo deliberadamente
bajo las aguas rituales del enigma.
Al continuar trabajando
en busca de otros acontecimientos
e interpretaciones, exhumamos edificios
con restos de escritura aún no descifrados,
una organización económica y social
más parecida a las modernidades de Nueva York
que a una sociedad supuestamente primitiva.
La aparición de ese quebradero de cabeza
justifica por sí sola la prolongación de mi sueño.
Talvez sea una ironía ver cómo los hombres
que conmigo batallaron, no tengan realidad;
es el precio que reclaman por servir, las ilusiones.
Sin despertar emprendo mi regreso hacia el océano
por la misma selva y por el mismo río.
Los veleros descienden sin premura... y sin piloto,
navegando contra el viento,
en busca del mar hondo y agitado que los llama.
Estrechados otra vez por los nervudos brazos
bordean solitarios los deltas inconclusos.
Ya solos, sin mis héroes,
serán como fantasmas flotando en el vacío
en busca de algún puerto sobre el mar de las Antillas.